Nadie se muere hasta que Dios quiere.

Pocos habrán podido decir esto tan conscientemente como el marqués de Salamanca. Cuando aún no era sino alcalde de Monóvar, un día contrajo el cólera morbo y, dado por muerto, depositaron su cuerpo en el ataúd. Pero de repente volvió de su inmovilidad y dijo a los aterrados circunstantes: «Perdonen ustedes, señores míos; habrá que dejarlo para otra ocasión.».

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