NATURALISMO

Con la publicación de Sofía (1891), primera de una serie de novelas que, amparadas bajo el título común de Cosas de mi tierra y bajo el influjo de los Rougon-Macquart de Emile Zola, proyectaba escribir Martín Morúa Delgado, se incorpora a nuestra literatura el movimiento naturalista, aproximadamente con un cuarto de siglo de retraso en relación con el surgimiento de esta escuela literaria en Francia. Cierto es que en la narrativa precedente a Sofía podemos hallar pasajes que por la crudeza con que están descritos rondan ya la frontera con el naturalismo, pero no pasan, en general, de ser motivos aislados que la deformación romántica de la realidad agiganta. Con todo, debe destacarse que el naturalismo llega a Cuba no sólo a través de la lectura directa de sus modelos franceses, sino tamizada, también, por la obra de escritores españoles como Emilia Pardo Bazán y Vicente Blasco Ibáñez, quienes imprimieron al naturalismo español características peculiares que lo distinguen bastante del cultivado en Francia por Zola y sus seguidores. Al respecto es conveniente reproducir algunos fragmentos de la carta-prólogo dirigida al periodista Mario Muñoz Bustamante por Miguel de Carrión, insertada por éste en su novela El milagro (1901):

Queda el estudio humano, más científico que artístico, para el cual es menester una observación más larga y un trabajo lento y paciente de coleccionista. Esta forma es enteramente desconocida en nuestra literatura... Usted no ignora que prohombres (¿?) de nuestras letras se han apresurado a dar cuenta de la edición de un libro mediocre, húngaro o noruego, hecha por un escritor de tercera fila, mientras que la obra magna de Vicente Blasco Ibáñez, el más grande de los novelistas españoles y uno de los que tienen derecho a figurar entre los maestros que aún viven en el mundo entero, no les ha inspirado una sola línea; acaso únicamente por haber leído al final del volumen el sitio donde fue escrito: Playa de la Malvarrosa (Valencia).

Y sin embargo, el maestro valenciano arrastra en pos de su talento a una juventud sedienta de nobles empresas y demuestra con hechos que las fuentes del arte naturalista no están secas, ni lo estarán mientras existan hombres y tierra. Es admirador de Zola, cuyos pasos sigue y a quien llega a igualar en la pintura viva de lugares y figuras de carne maravillosamente animadas, superándole a veces en la exposición admirable del alma de sus personajes... Su arte es el verdadero, el grande, el que nosotros debemos propagar en nuestro ambiente, para que la obra de esta hermosa juventud literaria, (de que usted es un digno representante y yo una simple unidad) que ahora se levanta en nuestra nueva nación no caiga en el terreno estéril e ingrato. El noble impulso de los innovadores de más allá del mar debe ser recogido y secundado por los entusiastas de aquí.

Así, nuestro naturalismo no seguirá ortodoxamente los cánones de su homólogo francés, y en novelas como Sofía y La familia Unzúazu (1901), su continuación, Morúa Delgado -pese a la inefable acromegalia que hace padecer a una de sus heroínas- está más cerca del realismo crítico que de la pretendida objetividad científica del naturalismo zolesco.

Perfil mucho más acusado dentro del naturalismo, hasta llegar a extremos que no recordamos en nuestra narrativa del XIX y muy difícilmente superados en la del XX, reviste Memorias de Ricardo (1893), del oscuro novelista Manuel María Miranda, obra de escaso o nulo valor literario, pero de indudable valor sociológico por el implacable buceo que realiza su autor en el ambiente de promiscuidad en que vivían las capas urbanas más humildes de nuestra población, así como por el testimonio que nos ofrece sobre la acogida de las ideas sociales en el movimiento obrero capitalino de la época.

Ya en nuestro siglo, Fray Candil (seud. de Emilio Bobadilla) continuará la directriz naturalista en nuestra narrativa con sus Novelas en germen (1900), A fuego lento (1903), En la noche dormida (1913) y En pos de la paz (1917), todas muy mediocres salvo, quizás, A fuego lento, reimpresa después de la Revolución por la Editorial de la Universidad de La Habana en 1965. Pero, en realidad, Bobadilla carecía del talento requerido para fecundar el género entre nosotros. Esta labor correspondería a un grupo de jóvenes que integran la llamada primera generación republicana de escritores y que tiene en Miguel de Carrión, Jesús Castellanos, Carlos Loveira, José Antonio Ramos y Luis Felipe Rodríguez sus más destacados prosistas. Dejando a un lado a este último, cuya producción narrativa está más atenida al realismo crítico que al naturalismo -aunque aisladamente puedan señalarse en sus cuentos y novelas pasajes que denotan la impronta de este último movimiento-, con la obra de estos autores alcanza su momento de plenitud el naturalismo en nuestra literatura.

Miguel de Carrión resulta entre ellos el que más se dejó seducir por el aspecto seudocientífico de la escuela, pese a la admiración profesada a Blasco Ibáñez de que hemos dejado constancia. Siendo médico, no siempre con fortuna aplicó sus conocimientos de fisiología a la obra narrativa, lastrándola a veces considerablemente (repárese en los motivos clínicos -abortos, operaciones, etcétera- que, tratados con pésimo gusto, se reiteran en Las honradas, por citar sólo un ejemplo). Con El milagro (1903), que presenta puntos de tangencia con La faute de l'Abbé Mouret, de Zola, se da a conocer como novelista. Más tarde, con voz mucho más propia, produjo sus dos obras más logradas: Las honradas (1917) y Las impuras (1919). Póstumamente fue publicada por la Comisión Nacional de la UNESCO, ya después del triunfo de la Revolución, La esfinge (1961), novela que dejó sin concluir Carrión en 1929 al sorprenderlo la muerte.

Jesús Castellanos, muerto prematuramente en 1912, dejó escrito un libro de cuentos (De tierra adentro, 1906) y dos novelas (La conjura, 1908; La manigua sentimental, 1910) que muestran también la impronta naturalista. Ésta aparece de modo especial en La conjura, obra pesimista que tiene el mérito de haber captado como pocas entre nosotros el sentimiento de la frustración nacional ante el doloroso espectáculo de la República mediatizada. Sus cuentos, que le proporcionan un sitial destacado dentro de nuestra cuentística debido a las directrices que inaugura en ella, denotan la influencia del modernismo en su prosa. En ellos la filiación naturalista resulta menos discernible que en su producción novelística.

En cambio, Carlos Loveira, quizás el que mayores dotes de novelista poseyó en este grupo, lastra su obra con la inserción a veces gratuita de motivos tratados siguiendo las pautas del más grosero naturalismo, especialmente en sus novelas más logradas: Generales y doctores (1920) y Juan Criollo (1927). Loveira es autor de otras tres novelas (Los inmorales, 1919; Los ciegos, 1922, y La última lección, 1924), también de filiación naturalista, que al igual que las dos citadas con anterioridad dan buena muestra de su preocupación por crear una obra firmemente enraizada en la problemática nacional, cuyos males denunció valientemente. Las limitaciones del credo estético naturalista que profesó, unidas a las suyas como escritor, (gusto dudoso, despreocupación formal, etcétera), impidieron que ocupara el lugar al que estaba llamado, de primerísima jerarquía en nuestra narrativa. La otra figura importante vinculada al naturalismo dentro de la primera generación republicana, es la de José Antonio Ramos, quien se inició en la novela con Humberto Fabra (1908), ensayo juvenil poco logrado. Ramos es autor de una trilogía de novelas de importancia para su época en nuestro medio: Coaybay (1927), Las impurezas de la realidad (1929) y Caniquí (1936), obras en las que, desafortunadamente, el pensamiento progresista del autor no logra plasmarse en una forma estéticamente eficaz, lo que toma harto penosa su lectura.

Fuera de estos autores, el saldo de la producción narrativa adscrita al naturalismo en las tres primeras décadas del siglo, resulta desalentador. Es oportuno recordar que, en general, ni siquiera se trataba del naturalismo tal como lo entendía Zola -con pretensiones de objetividad científica en el examen de personajes y medios sociales determinados-, sino que fue un trasunto de su costado más endeble: el buceo en lo sexual y escatológico. De hecho, quizás no fuera Zola, o al menos escritores hispanos de talla como la Pardo Bazán o Blasco Ibáñez los que influyeron directamente, sino que lo hicieron a través de escritores españoles de escaso mérito literario que cultivaron con gran sentido comercial la denominada novela «galante». Entre estos escritores se encuentran Felipe Trigo, Pedro Mata, José Francés, Rafael López de Haro, José María Carretero (El Caballero Audaz) y el cubano Eduardo Zamacois, quien desarrolló su carrera literaria en España. Con todo, para el historiador literario de este período son interesantes las figuras de Ramón Ruilópez (Chita, 1907), Miguel de Marcos (Lujuria, 1914), Arturo Montori (El tormento de vivir, 1923), Jesús Masdeu (La raza triste, 1924), Manuel Villaverde (La rumba, 1924), Jesús J. López (Cuentos perversos, 1925), Félix Soloni (Mersé, 1926; Virulilla, 1927), algunos de los cuales abordan temas de positivo interés que, lamentablemente, no supieron desarrollar de modo artístico.

A partir de los años treinta se producen los primeros intentos de renovación en el campo de la novela. Los distintos «ismos» surgidos en torno a la primera guerra mundial, agrupados bajo la denominación común de «vanguardia», van haciendo su aparición, si bien tímidamente, en las obras de los novelistas más jóvenes, por lo que el naturalismo va perdiendo adeptos. Con todo, mantiene su influencia no sólo en narradores discretos, sino en la obra de importantes creadores de la época, como Enrique Serpa, quien entra en nuestra narrativa con los relatos de Felisa y yo (1937). Un año más tarde publica su mejor novela: Contrabando. En ambos libros pervive, junto al propósito de renovación formal, el lastre naturalista de la narrativa de las dos décadas precedentes, lastre del que no llega a sacudirse del todo ni siquiera tardíamente, al publicar su segundo libro de cuentos, Noche de fiesta (1951), y su otra novela, La trampa, (1956), plenos ambos volúmenes de recursos melodramáticos anquilosados y de un naturalismo ya ampliamente superado en otras literaturas.

Fuera de Serpa, resulta difícil encontrar otras figuras de importancia cuyas obras se adscriban en lo fundamental al naturalismo. No siempre es posible establecer con claridad la barrera entre realismo y naturalismo. Elementos de esta última escuela se detectan a menudo en la producción de nuestros narradores desde la década del cuarenta hasta nuestros días. En la literatura postrevolucionaria, la propia violencia del proceso ha llevado en ocasiones a numerosos autores a extremos naturalistas en sus obras, pero -en rigor- una concepción propiamente naturalista dista mucho de presidirlas.

Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

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  1. naturalismo — s m 1 Conjunto de doctrinas Filosóficas que consideran que el principio de todas las cosas es la naturaleza y no hay nada superior o diferente de ella 2 Corriente literaria del siglo XIX... Diccionario del español usual en México
  2. naturalismo — Corriente literaria de la segunda mitad del S. XIX que surge en Francia y pretende describir la naturaleza con el máximo de objetividad. Sus representantes más destacados son Zola (París, 1840-1902), Flaubert (Ruan, 1821-1880) y en España Emilia Pardo Bazán (La Coruña 1852­1921). Diccionario literario
  3. naturalismo — Dentro de la filosofía, el naturalismo es una escuela de pensamiento bajo la cual incluso los tópicos y cuestiones tradicionalmente metafísicos son investigados de una manera propia de las ciencias naturales. Por ejemplo, W. V. O. Diccionario de teoria jurídica
  4. naturalismo — 1. m. Doctrina filosófica que considera a la naturaleza y a todos sus elementos la única realidad existente. 2. Movimiento literario que surge en Francia en la segunda mitad del siglo xix y que, partiendo del realismo... Diccionario de la lengua española