NOVELA

La aparición de la narrativa en Cuba no viene a realizarse hasta bien entrado el siglo XIX. Surgida en 1837 con las obras de Cirilo Villaverde y Ramón de Palma, nuestra novela en sus comienzos está a caballo entre los dos movimientos literarios más importantes en la prosa del siglo: el romanticismo y el realismo crítico. Esto sitúa al historiador literario ante la tarea ineludible del estudio de la coexistencia, de normas que luchan enconadamente por prevalecer en este período.

En nuestro medio, ambos movimientos quedan condicionados por la coyuntura histórica especial que afrontaba el país y van a entregarnos un conjunto de obras de muy desigual valor estético, en cuya fisonomía, si bien podemos detectar algunos rasgos distintivos comunes a ambas corrientes literarias, es dable, también, encontrar perfiles bien individualizadores.

Con anterioridad a 1837 no cabe hablar de novela cubana. Cierta es la existencia de una incipiente narrativa, ya que José María Heredia había publicado en La Miscelánea, de Tlalpan (México), sus cuentos orientales en 1829; José Victoriano Betancourt, El castillo de Kantin, en 1831, Cuadro Romántico, en 1834, y El frenologista romántico, en 1838; Domingo del Monte, Ramiro, Conde de Lucena, El caballero del cisne y Gómez Arias, en 1832; Antonio Bachiller y Morales, Las lágrimas y El gallo de Cañongo en 1834, y en 1837 Mi paseo y Matilde; o, Los bandidos en la Isla de Cuba, Federico de Montalvo, Cuadro romántico, Ernesto y Amelia, Un recuerdo y Fantasía, todos en 1837 en el Diario de La Habana.

Asimismo existen referencias a una novela moral escrita en 1834, Las vacaciones en la estancia, destinada a insertarse en el Repertorio cubano de ciencias, literatura y bellas artes, editado aquel año en La Habana por Don Antonio Franchi Alfaro, su presunto autor, y que aún no ha podido ser hallado. Bachiller y Morales da como publicado en 1836, Ricardo Leiva, de Francisco de Paula Serrano, aunque no se editó realmente hasta 1849.

Más certeza tenemos de la publicación del esbozo novelesco María; o, La hija del Norte, de Manuel Garay, dominicano residente en Cuba, dada a conocer en el Aguinaldo Habanero en 1837, así como de La heredera de Almazán; o, Los caballeros de la banda, también de ese mismo año, de José María de Andueza, español radicado en Cuba.

En este año 1837 se publican los primeros esbozos de nuestra novelística. Cronológicamente, Matanzas y Yumurí (1837) -leyenda y no propiamente novela, como suele encasillársela en numerosos manuales de nuestra historia literaria- son anteriores a las cuatro primeras obras de Villaverde -El ave muerta, La Peña Blanca, El perjurio y La Cueva de Taganana-, aparecidas en la Miscelánea de útil y agradable recreo ese mismo año. El valor literario de aquella obrita, de Ramón de Palma, es casi nulo. Sin embargo, históricamente es importante dentro de nuestra literatura por ser la primera expresión de la tendencia indigenista en nuestra prosa, que se une así a la corriente indianista que en la literatura mundial puso de moda el romanticismo.

No mayor mérito literario muestran la cuatro novelitas de Villaverde ya mencionadas. Corresponden al momento más marcadamente romántico de su autor. Junto a motivos de época (incestos, noches de luna, muertes violentas, locura repentina, etcétera) pueden apreciarse en Villaverde, aunque en germen, dotes de buen observador, que se desarrollarán más tarde en su obra definitoria: Cecilia Valdés.

En 1838 publicó Palma dos obras que constituyen un positivo paso de avance en nuestra novelística: Una pascua en San Marcos y El cólera en La Habana. Con todo, ambas son novelas mediocres y de valor más bien documental. Una pascua en San Marcos denota cierta agudeza por parte del autor en la captación de las costumbres de la época, pero la obra queda lastrada por el demasiado patente empeño moralizador del novelista. El cólera en La Habana, mala imitación de Los novios, de Manzoni, difícilmente logra interesar al lector moderno salvo en los momentos en que el autor, en forma realista, describe el cuadro de los aquejados por la enfermedad. Son éstas las páginas más interesantes de la novela. Años más tarde publicó Palma otra novelita, El ermitaño del Niágara (1845), de temática ajena a nuestro medio -la acción se desarrolla en Londres-, escrita con mayor cuidado que las anteriores, pero que nada añade a la gloria de su autor.

En 1838, al publicar Villaverde El espetón de oro, si bien continúa pagando tributo al efectismo romántico, muestra ya un marcado adelanto en el dominio de los medios expresivos, que le fue reconocido ya en su época por críticos como el propio Ramón de Palma.

Escrita en 1838, pero no publicada hasta 1925 en Cuba Contemporánea y gracias a la gestión de Carlos Trelles, Petrona y Rosalía, del colombiano Félix Tanco, es la primera novela de tema esclavista escrita en Cuba. Surgida al calor de la tertulia de Domingo del Monte, al igual que el Francisco (1880), de Anselmo Suárez y Romero, la novela, cuyo tratamiento del motivo del incesto tiene no pocos puntos de contacto con el de Cecilia Valdés, de Villaverde, presenta con tintes sombríos el tema de la esclavitud, tema que con mayor acierto desarrollarán con posterioridad Suárez y Romero, Villaverde y la Avellaneda.

Francisco es una muestra excelente de la conjunción de elementos románticos y realistas en la novela cubana de la época que nos ocupamos. La obra circuló entre los asistentes a la tertulia de Domingo del Monte y fue terminada en 1839, pero no se publicó hasta 1880, en Nueva York. Contrasta la idealización de los amores de Francisco y Dorotea con las escenas crudamente descriptas de la vida miserable de los esclavos en los barracones del ingenio y los castigos a que eran sometidos. No obstante el empeño de Domingo del Monte por frenar la violencia de la denuncia, en Francisco está implícita una tremenda acusación contra la esclavitud, pese a la actitud de cristiana conformidad con que el protagonista acepta su destino.

Años más tarde publicó Ramón Zambrana en Chile, inspirado en Francisco, su novela El negro Francisco (1873), en la que la postura del protagonista en lo tocante a rebeldía social no difiere de la del héroe de la obra de Suárez y Romero.

Sabor mucho más marcadamente romántico que estas tres últimas obras que hemos citado con anterioridad presenta Antonelli, la única novela de José Antonio Echeverría. Publicada en 1839, pero escrita ya desde 1837, Antonelli es el primer intento importante de novela histórica cubana. La novelita, plagada de efectismos románticos ideales para un libreto operático de la época, se salva a duras penas por la corrección del estilo y el acierto del autor en la recreación del ambiente de los hechos que le proporcionan su tema.

Con Sab, publicada en 1841, comienza el cielo novelístico de Gertrudis Gómez de Avellaneda, que se continúa con Dos mujeres (1842-43), Espatolino (1844), Guatimozín (1846), Dolores (1851) y El artista barquero (1861). El éxito de su autora como dramaturga y poetisa ha hecho que su producción novelística haya sido tradicionalmente subvalorada. Sin embargo, es oportuno señalar que dentro del romanticismo español no hay ningún escritor que presente una obra como novelista capaz de superar a la de nuestra compatriota. Si bien atenida a los cánones románticos, en la obra de la Avellaneda se advierte una osadía temática insospechada en una mujer de su época (piénsese en la carta de Sab así como en la actitud de Teresa). Por otra parte, el mito del españolismo de la Avellaneda rueda por tierra con la lectura de Guatimozín (las simpatías de la autora están en todo momento a favor de los aztecas frente a los conquistadores españoles), o con la de las constantes alusiones a nuestro suelo en El artista barquero y otras narraciones.

Pero, con todo, la obra más vasta e importante no sólo de esta etapa, sino en general de todo el siglo XIX, pese a sus muchas limitaciones, es la de Cirilo Villaverde. La conjunción de elementos románticos y realistas en la novela cubana del siglo XIX, que hemos señalado con anterioridad, se mantiene siempre presente en sus obras, tanto en aquellas que tradicionalmente se han encasillado como novelas históricas como en las de costumbres: La joven de la flecha de oro (1841), La peineta calada (1843), La tejedora de sombreros de yarey (1843), El penitente (1844), y Cecilia Valdés (1882), vasto fresco de la vida cubana de los años treinta del pasado siglo. Aparecida primero como boceto en La Siempreviva (1839), la primera parte de la novela se publicó ese mismo año en La Habana, sin que le diera terminación su autor hasta pasados más de cuarenta años, en Nueva York. Cecilia Valdés es el centro de la obra literaria de Villaverde y en ella se adunan todas las virtudes y defectos observables en el resto de la producción novelística de su autor. Si hoy en día lastran su lectura el efectismo de los motivos románticos y la excesiva prolijidad de las descripciones, si desde la altura de nuestro desarrollo político y social el tratamiento del tema de la esclavitud resulta tímido, si desde el punto de vista técnico la composición de la obra puede parecer artísticamente no lograda, con todo, no cuenta nuestra novelística del siglo XIX con una obra del peso y la significación de esta ambiciosa novela de Cirilo Villaverde.

A medida que se agudizaban las contradicciones en el seno de nuestra sociedad hasta culminar con el estallido revolucionario de Yara (1868), la directriz histórica de la novela -la más netamente romántica- va cediendo paso a la novela de costumbres y, aún dentro de ésta, la vertiente antiesclavista va languideciendo, presionada como estaba por una censura que cada día se hacía más férrea. Ya hemos hecho mención a El negro Francisco, de Zambrana. Romualdo o uno de tantos (1881), de Francisco Calcagno, secuestrada por el gobierno español, y La campana del ingenio (1883-1884), de Julio Rosas (seud. de Francisco Puig y de la Puente), no hacen avanzar un paso la temática que con mayor fortuna tocaron Suárez y Romero, la Avellaneda y el propio Villaverde.

Por supuesto, el folletín romántico continuaba prodigándose interminablemente, y junto a una obra marcadamente romántica -poseedora a la vez de una carga de futuridad considerable-, como Mozart ensayando su Requiem (1881), de Tristán de Jesús Medina (justa y recientemente revalorada por el crítico Cintio Vitier), novelas del corte de las de Eugenio Sue no dejaron de seguir cultivándose. Así, en efecto, Los misterios de París tuvieron entre nosotros sus correspondientes «misterios de Cuba» y «misterios de La Habana». Valga como ejemplo la obra de Pedroso de Arriaga Los misterios de La Habana (1879), con cerca de dos mil páginas de desatinos del peor romanticismo.

Pero, en cambio, el paulatino despertar de la conciencia nacional se traduce en una actitud cada vez más crítica hacia los males de nuestra sociedad por parte de los novelistas de mayor talento. Un eco de la tremenda repercusión que tuvo en la conciencia nacional la Memoria sobre la vagancia (1832), de José Antonio Saco, lo constituye la novela de José Ramón Betancourt, Una feria de la Caridad en 18... (1856), no exenta de aciertos en la descripción costumbrista de la sociedad camagüeyana de la época de El Lugareño (seud. de Gaspar Betancourt Cisneros), pero dañada por el desmedido empeño moralizante del autor. Ramón Piña es autor de dos novelas, si bien mediocres, importantes dentro de esta corriente que hemos señalado: Gerónimo el Honrado (1857) e Historia de un bribón dichoso (1860). En ambas se desarrolla en forma satírica un tema -el súbito encumbramiento de un personaje por vías inescrupulosas- que retomarían con mayor fortuna más adelante dos de los novelistas más importantes de nuestro siglo XIX: Ramón Meza y Nicolás Heredia.

Ramón Meza, con Mi tío el empleado (1887), es el que expresará el tema con mayor calidad literaria. Sumida en el olvido, esta obra de Meza ha sido objeto de una nueva valoración por parte de la crítica contemporánea tras ser publicada por la Dirección General de Cultura en 1960. La novela, menos ambiciosa que Cecilia Valdés, está mejor estructurada y posee mayor calidad desde el punto de vista estrictamente literario que la obra de Villaverde; para el lector contemporáneo resulta la de mayor modernidad, la más fresca, la menos erosionada por el tiempo entre las novelas cubanas del siglo pasado.

El tema fue tocado también por Nicolás Heredia en su primera novela, Un hombre de negocios (1883), todavía ligada a los moldes románticos; pero la obra más significativa del autor y una de las más importantes de todo el siglo XIX en nuestra patria es Leonela. Comenzada en 1886 y no dada a las prensas hasta 1893, Leonela es también una muestra de la supervivencia de elementos románticos en nuestra novelística de finales del siglo. Novela de las costumbres de nuestra vida provinciana -y es aquí donde radican sus virtudes mayores- tiene momentos aislados de brillantez; pero su autor no sabe desembarazarse de toda una serie de motivos románticos, fosilizados ya para su época, que hacen parecer por momentos inverosímil el relato. Hasta aquí no podrían señalársele a Heredia más que defectos imputables a cualquiera de nuestros novelistas del siglo XIX; pero, ideológicamente, la obra es aún más vulnerable, y con ello se nos torna importante para nuestra época como vívido documento de la penetración del capital norteamericano en nuestra patria, incluso antes del comienzo de nuestras guerras de independencia, pues la acción se sitúa, precisamente, en vísperas del estallido revolucionario del 68.

Un caso aislado en nuestra novelística lo constituye Amistad funesta (1885), de José Martí. Publicada en 1885, tres años antes que Azul, de Rubén Darío, escrita por encargo y editada por Martí en Nueva York en el periódico El Latino-Americano con el seudónimo de Adelaida Ral, Amistad funesta es cronológicamente la primera novela modernista. No editada en Cuba hasta años más tarde gracias al esfuerzo de Gonzalo de Quesada, la obra, que estilísticamente representaba un paso de avance sin precedentes en nuestra narrativa y la hermanaba en cierto modo con el impresionismo literario que Loti y los Goncourt habían puesto de moda en Francia, no pudo modificar el desarrollo de la novela en Cuba en el siglo XIX.

No será hasta finales de siglo que hace su entrada en nuestra literatura el credo estético naturalista. Martín Morúa Delgado, con Sofía (1891) -y ya más ambiciosamente con La familia Unzúazu (1901)-, es el introductor y el cultivador más destacado de este movimiento en la etapa final del siglo. Con todo, ninguna de las dos novelas pasa más allá de la mediocridad.

El siglo termina, pues, con un franco retraso con respecto al desarrollo evolutivo del género en la literatura universal y sin poder mostrar obras de la calidad alcanzada en nuestra poesía, que con la figura gigantesca de Martí se adelanta a cuanto se hacía en España por aquella época. Con todo, esta posición jerárquicamente superior de la lírica con respecto a los restantes géneros, es característica bastante definida en las distintas literaturas hispanoamericanas hasta nuestros días, en que su narrativa -sin dejarnos deslumbrar demasiado por el tan polémico «boom»- ha alcanzado, incuestionablemente, una calidad estética sin precedentes. Además, pese a sus limitaciones, Cecilia Valdés y Mi tío el empleado son dos novelas atendibles dentro de la producción novelística hispanoamericana del siglo XIX, la cual, por otra parte, tampoco es pródiga en obras de verdadera trascendencia estética.

Podría pensarse que la gesta independentista recién terminada fuera el tema obligado para la novelística cubana de las primeras décadas del siglo. Pero aunque este tema fue tratado incluso por novelistas importantes como Jesús Castellanos -La manigua sentimental (1910)-, Emilio Bacardí -Vía Crucis (1910-1914)-, quien también hizo incursiones en la novela histórica (Doña Guiomar, 1916-1917), y Luis Rodríguez Embil -La insurrección (1910)-, el tema de la frustración de los anhelos revolucionarios ante el espectáculo deprimente de una República mediatizada se le impone como su quehacer generacional a la pléyade de jóvenes escritores surgidos con la República.

Literariamente, este tema encuentra su expresión idónea en el naturalismo, que tuvo en Zola su más destacado teórico y cultivador. Del crecido número de escritores que se expresaron a través de la novela, sólo podemos entresacar cinco nombres verdaderamente importantes para el desarrollo de nuestra historia literaria: Miguel de Carrión, Jesús Castellanos, Carlos Loveira, José Antonio Ramos y Luis Felipe Rodríguez. De ellos, cronológicamente, el mayor es Carrión, quien se dio a conocer en 1903 con su novela El milagro, fuertemente influida por Zola. Pero sus dos obras capitales no las publicaría hasta unos quince años más tarde: Las honradas (1917) y Las impuras (1919). En su tiempo se consideró que ser médico posibilitaba a Carrión una concepción científica de los temas que trataba. La lectura actual de sus obras nos muestra hasta qué punto su condición de médico realmente lastró su producción novelística. Con todo, estas dos novelas de madurez, especialmente Las honradas, permiten considerar a Carrión -junto a Loveira- como el más destacado de los novelistas cubanos de los primeros treinta años republicanos.

Otro es el caso de Jesús Castellanos. Su temprana muerte tronchó una carrera literaria altamente prometedora. Con él, en propiedad, comienza la cuentística moderna en Cuba. La conjura (1908), escrita antes de que el autor cumpliera los treinta años, es una novela amarga donde vivamente se describe la frustración de los ideales de un médico en una sociedad para la cual éstos nada significan. Aparte de La manigua sentimental, ya citada, Castellanos dejó inconclusa una novela de la que sólo llegó a escribir unos cuantos capítulos -Los argonautas- que prometían una obra que habría de superar cuanto había logrado su autor con anterioridad.

Carlos Loveira es, pese a los numerosos defectos que puedan señalársele como escritor, el que posee la obra más vital de este grupo y el que mayor garra de novelista tenía. Descuidado en la forma, a veces incorrecto, poseedor de dudoso gusto -patente en la reiteración de motivos eróticos de descarnado naturalismo-, Loveira, sin embargo, sabía construir sus obras. Generales y Doctores (1920) y Juan Criollo (1927) han quedado como dos de las más importantes novelas escritas en Cuba en las tres primeras décadas del siglo.

Del grupo literario de Manzanillo surgió un prosista recio: Luis Felipe Rodríguez, que habría de destacarse fundamentalmente en el cultivo del cuento, género en el que inicia entre nosotros la tendencia «criollista», tan en boga en latinoamérica en las tercera y cuarta décadas del siglo. Como novelista, Luis Felipe Rodríguez no pasa de mediocre. Su mejor obra, La conjura de la ciénaga (1923), reelaborada por su autor en 1937 con el título de Ciénaga, cuenta con aciertos aislados en la descripción colorista de escenas de la vida rural, pero lo ingenuo de su simbolismo y lo esquemático de los personajes la toman de penosa lectura para el lector actual.

La última figura de este grupo de cinco escritores que hemos apuntado es la de José Antonio Ramos, también de decidida filiación naturalista. Dejando a un lado su ensayo juvenil Humberto Fabra (1903), Ramos escribió una trilogía de novela importantes para su época en nuestro medio: Coaybay (1926), Las impurezas de la realidad (1929) y Caniquí (1936). En ellas, desafortunadamente, el pensamiento progresista del autor no logra plasmarse en una forma estéticamente eficaz.

Fuera de estos cinco escritores, el saldo de la producción novelesca en los primeros treinta años es desalentador. El naturalismo fue el patrón estético predominante; pero es oportuno recordar que, en general, ni siquiera se trataba del naturalismo tal como lo entendía Zola -con pretensiones de objetividad científica en el examen de personajes y medios sociales determinados-, sino que fue un trasunto de su costado más endeble: el buceo en lo sexual y escatológico. De hecho, quizás no fuera Zola el que influyó directamente, sino que lo hizo a través de escritores españoles de escaso mérito literario, que cultivaron con gran sentido comercial la denominada novela «galante», tales como Felipe Trigo, Pedro Mata, José Francés, Rafael López de Haro, José María Carretero (El Caballero Audaz) y el cubano Eduardo Zamacois, quien desarrolló su carrera literaria en España.

Con todo, para el historiador literario de este período son interesantes las figuras de Emilio Bobadilla (Fray Candil), mucho más importante como crítico que como novelista (A fuego lento, 1903; En la noche dormida, 1913; En pos de la paz, 1917); Arturo Montori (El tormento de vivir, 1923); Jesús Masdeu (La raza triste, 1924); Juan Manuel Planas, cultivador de la novela «científica» a lo Julio Verne (La corriente del Golfo, 1920, La cruz de Lieja, 1923, Flor de Manigua, 1926); Félix Soloni (Mersé, 1926; Virulilla, 1927), algunos de los cuales abordan temas de positivo interés que, lamentablemente, no supieron desarrollar artísticamente.

A partir de los años treinta se producen los primeros intentos de renovación en el campo de la novela. Los distintos «ismos» surgidos en torno a la primera guerra mundial, agrupados bajo la denominación común de «vanguardia», van haciendo su aparición, si bien tímidamente, en las obras de los novelistas mas jóvenes. Con Ecue-Yamba-O (1933), del que llegaría a ser el más importante de nuestros novelistas, Alejo Carpentier, se estrena una nueva visión de nuestra realidad. Como novela es floja, su propio autor la había excluido de sus obras completas, pero para nuestra historia literaria tiene importancia, pues es el fruto más logrado en prosa del momento «negrista» de nuestras letras, que habría de encontrar en poesía -de modo especial en la obra de Nicolás Guillén- su más noble expresión.

No obstante, la norma estética naturalista pervive no sólo en la gran masa de escritores que continuaron produciendo obras no sustancialmente diferentes a las de los novelistas anteriores al año treinta, sino, incluso, en autores importantes de la época como Enrique Serpa, quien igualmente naturalista se muestra en Contrabando (1938), una de las novelas más logradas de la época, como, ya tardíamente, en La trampa (1956). Contrabando es la mejor de las dos y por ciertas «audacias» técnicas se la cita a menudo como el primer ejemplo de novela cubana en que se empleó el monólogo interior. En rigor, no hay tal monólogo interior; la novela, aunque amena, se resiente en ocasiones de un lenguaje rezagadamente modernista y de un metaforismo ingenuo en que el plano comparativo está siempre asociado a la vida marítima.

El intento más serio por sacar a nuestra novelística del estancamiento del naturalismo lo realizó Enrique Labrador Ruiz con la trilogía de novelas que denominó «gaseiformes»: El laberinto de sí mismo (1933), Cresival (1936) y Anteo (1940), en las que se revela la impronta dejada por la lectura de los mas importantes narradores contemporáneos. Estas novelas, con todo, poseen básicamente importancia experimental. No será hasta 1950 que Labrador nos ofrezca su obra más lograda: La sangre hambrienta, que no es un retroceso al costumbrismo de antaño, sino una cala incisiva en la vida morosa de esos pueblos provincianos donde nunca pasaba nada y cuya vida incolora refleja atinadamente el autor.

Pero el creador que habría de elevar la novela cubana a categoría universal es Alejo Carpentier, quien con El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El acoso (1956) vertebró antes del triunfo de la Revolución, una obra narrativa sin par en nuestras letras y que lo situó, a la vez, entre los más destacados novelistas del continente.

El Grupo Orígenes, que tan alta calidad estética alcanzó en poesía, no produjo en la novela más que un título importante: Paradiso (1966), de José Lezama Lima, ya comenzada desde antes de 1959. Ligado al grupo, Virgilio Piñera publicó una sola novela antes del triunfo de la Revolución: La carne de René (1952), fuertemente influida por Kafka.

La producción novelística del período que va del año treinta a la Revolución, pese a que en su conjunto no podemos considerarla pródiga en verdaderas realizaciones en el orden estético, constituye un considerable paso de avance en el desarrollo histórico de nuestra novela. En lo formal se ensayaron las técnicas más novedosas, si bien con timidez. Con todo, es en el cuento donde la aplicación de estas nuevas técnicas -en especial la de los escritores norteamericanos de los años treinta- rendirá sus mejores frutos. No será hasta la Revolución, con la difusión masiva de obras de todas las tendencias estéticas, que los novelistas abandonen definitivamente los caducos cauces del naturalismo y se aventuren a expresar la nueva temática con formas en algunos casos nuevas -y en otros no tan nuevas- en un afán consciente por incorporar nuestra novelística al momento de esplendor por el que atraviesa la historia del género en la América Latina.

La ingente transformación que en todos los órganos de la vida nacional provocó la Revolución, no podía dejar de reflejarse también en nuestra novelística. Antes que todo es de destacar el esfuerzo encaminado a rescatar del olvido las obras más importantes de la narrativa a través de reediciones de miles de ejemplares. Nueva valoración han tenido Villaverde, Suárez y Romero, la Avellaneda, Tristán de Jesús Medina, Carrión, Loveira, Luis Felipe Rodríguez, José A. Ramos y otros autores; se ha recogido, además, la obra inédita de autores importantes, como Aristides Fernández y Carlos Enríquez. De otra parte, jóvenes narradores que habían mantenido inéditas sus primeras obras encontraron acceso para su publicación. Además, la creación de numerosos concursos y las publicaciones literarias que ininterrumpidamente han venido apareciendo desde hace más de una década, han contribuido a estimular la producción de los escritores, quienes por primera vez en nuestro medio hallan reconocimiento a su quehacer intelectual.

Ya en los propios albores de la Revolución surge una novela importante: Bertillón 166, que obtiene el premio de novela en el Concurso Casa de las Américas de 1960. La obra de José Soler Puig es un fiel trasunto de la atmósfera política del Santiago de Cuba de los últimos años bajo el batistato. Si desde un punto de vista estrictamente literario no es una gran novela como captación de un ambiente y adecuación entre el propósito del autor y su realización literaria, sigue siendo de lo mejor que pueda mostrar nuestra novelística postrevolucionaria.

Con la novela de Soler Puig se abre una temática común a las obras más importantes surgidas en los primeros años de la Revolución: aquella que narra primordialmente hechos acaecidos en la etapa de la tiranía batistiana. En mayor o menor medida desarrollan esta temática Tierra inerme, de Dora Alonso (Premio Casa de las Américas 1961); No hay problemas (1961), de Edmundo Desnoes; La búsqueda (1961), de Jaime Sarusky; Los días de nuestra angustia (1962), de Noel Navarro; El descanso (1962), de Abelardo Piñeiro; La situación (1963), de Lisandro Otero (Premio Casa de las Américas 1963); Juan Quinquín en Pueblo Mocho (1964), de Samuel Feijóo, y Vivir en Candonga (1966), de Ezequiel Vieta (Premio UNEAC 1965).

Paralelamente a esta directriz se inicia la temática despertada por la incidencia de la Revolución en los autores. La primera manifestación de importancia la tenemos en Maestra voluntaria, de Daura Olema (Premio Casa de las Américas 1962), continuada por Raúl González de Cascorro en Concentración pública (1964); pero sus frutos más logrados en la primera mitad de la década del sesenta son las obras de José Soler Puig (En el año de Enero, 1963, y El derrumbe, 1964) y de Edmundo Desnoes (Cataclismo, 1965, y Memorias del subdesarrollo, 1965).

En lo formal, si bien en estas obras podemos encontrar ejemplos de pervivencia de recursos estilísticos anquilosados (Tierra inerme) o de escasa o ninguna complejidad estructural (Maestra voluntaria), se nota en estos autores una preocupación estilística mayor que en cualquier etapa anterior de nuestra narrativa, lo cual no implica necesariamente una mayor calidad estética en sus logros. En estos primeros años es evidente la huella de los escritores norteamericanos de los años treinta. La influencia de la nueva novela francesa y la de los escritores que hoy conforman el llamado «boom» de la novela latinoamericana comienza, en realidad, hacia 1966.

A partir de ese año, las dos directrices temáticas que hemos apuntado continuaron cultivándose, pero cada vez con mayor imbricación. Los desnudos (1967) y La religión de los elefantes (Premio UNEAC 1968), de David Buzzi; Adire y el tiempo roto (1967), de Manuel Granados; Padres e hijos (1967), de César Leante; Viento de enero (Premio UNEAC, 1967), de José Lorenzo Fuentes, y Los niños se despiden (Premio Casa de las Américas 1968), de Pablo Armando Fernández, son novelas que atestiguan esta etapa de transición a la que, por supuesto, no son ajenos los propios autores.

Escapan a estas dos directrices por su temática directamente ajena al proceso revolucionario, La robla (1967), de Gustavo Eguren; Pasión de Urbino (1967), de Lisandro Otero; Los animales sagrados (1967), de Humberto Arenal, y Celestino antes del alba (1967), de Reinaldo Arenas. Aparece también la novela de ficción científica, cuyo cultivador más destacado es Miguel Collazo (El viaje, 1968), y la humorística (La Odilea, 1968), de Francisco Chofre.

En la década del 70, junto a autores de generaciones anteriores que continúan enriqueciendo su obra, como Alcides Iznaga (Las cercas caminaban, Premio UNEAC 1969); Lisandro Otero (En ciudad semejante, 1970); Noel Navarro (Zona de silencio, Premio UNEAC 1971); Gustavo Eguren (En la cal de las paredes, 1972), y César Leante (Muelle de caballería, 1973), aparecen las primeras novelas de tres jóvenes narradores que con gran frescura dan el testimonio del compromiso de su generación con el proceso revolucionario. Son ellas Saccbario (Premio Casa de las Américas, 1971), de Miguel Cossío Woodward; Para matar al lobo, 1971, de Julio Travieso, y La última mujer y el próximo combate (Premio Casa de las Américas 1971), de Manuel Cofiño, quien recientemente publicó Cuando la sangre se parece al fuego (1975).

A la vez se abre una nueva temática en nuestra novelística, raramente cultivada, que en breve tiempo ha dado ya obras que reflejan fielmente la complejidad de nuestra vida inmersa en el quehacer revolucionario. Nos referimos a la novela policíaca que, a partir de Enigma para un domingo (1971), de Ignacio Cárdenas Acuña, y muy especialmente con la nueva concepción del género expresada por las obras triunfadoras en los distintos concursos convocados por el Ministerio del Interior, adquiere cada día mayor favor de los lectores. Premios o menciones en estos concursos del MININT han obtenido Armando Cristóbal Pérez (La ronda de los rubíes, 1973), José Lamadrid Vega (La justicia por su mano, 1973), Rodolfo Pérez Valero (No es tiempo de ceremonias, 1974) y Alberto Molina (Los hombres color del silencio, 1975).

Se incorpora también a las distintas temáticas abordadas en nuestra novelística tras el triunfo de la Revolución, la noble lucha del heroico pueblo vietnamita por su liberación definitiva, alcanzada en abril de 1975, presente en las novelas Los negros ciegos (1971) y La brigada y el mutilado (1974), del que fue nuestro primer embajador en las zonas liberadas del sur del país, Raúl Valdés Vivó.

Por último, no podemos dejar de señalar el gran acontecimiento que para las letras de habla hispana constituyó, tras el largo silencio mantenido después de la salida de El siglo de las luces en 1962, la publicación de El recurso del método y de Concierto barroco en 1974, las dos últimas obras de nuestro máximo novelista, Alejo Carpentier, quien ha dado muestras de que aún podemos esperar de su pluma infatigable obras maestras para orgullo de nuestra patria y nuestra América.

El balance que arroja el cultivo del género en estos quince años de Revolución es satisfactorio. La novela, cuyas, realizaciones quedaban muy a la zaga del desarrollo obtenido en Cuba por el cuento, el ensayo, y, sobre todo, la poesía, es comparativamente el género que más se ha desarrollado con posterioridad al triunfo revolucionario. El país que en 1961 contaba con tan elevado índice de analfabetismo, puede mostrar con satisfacción realizaciones de alto nivel estético en un género que supone gran complejidad artística. A los logros ya obtenidos habrá que sumar las obras que el ingente movimiento juvenil despertado por la Revolución ha de llevar a cabo sin duda en un futuro que se avizora halagüeño.

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Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

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  1. novela — s f 1 Obra literaria escrita en prosa, generalmente extensa, en la que se narran acciones de personajes imaginarios: una buena novela, un escritor de novelas 2 Conjunto de estas obras pertenecientes a cierto autor, a una corriente o escuela literaria... Diccionario del español usual en México
  2. novela — f. Obra literaria que narra un suceso con descripción de personajes, costumbres, pasiones, etc. Diccionario del castellano
  3. novela — Obra narrativa de ficción escrita en prosa de extensión variable; si no supera, aproximadamente, las ciento cincuenta páginas se la denomina novela corta. Diccionario literario
  4. novela — Sinónimos: ■ narración, relato, cuento, ficción, fábula, leyenda, romance ■ mentira, ficción, embuste, patraña, farsa Diccionario de sinónimos y antónimos
  5. novela — A comienzos del siglo XV se introdujo en nuestra lengua el término italiano novella, femenino de novello, 'nuevo'. Novella se empleaba en italiano con el sentido de 'narración de un hecho o noticia'... Diccionario del origen de las palabras