POESÍA

Pese a la pretendida existencia de una lírica precolombina, los orígenes de la poesía en Cuba es preciso situarlos hacia principios del siglo XVII, en que, si aceptamos su antenticidad, fue compuesto el poema épico Espejo de paciencia (1608), del escritor canario radicado en Cuba, Silvestre de Balboa Troya y Quesada. Ningún testimonio de la primitiva poesía de la isla nos ha quedado y sólo podemos conjeturar que ésta debió haber sido similar a la de los areítos de los indios de la Española, sin influencia alguna en el desarrollo de la lírica en los países antillanos de habla hispana.

El poema de Balboa sigue las huellas de la épica italianizante de Ercilla y sus continuadores -en especial las de Luis Barahona de Soto, autor de «Las lágrimas de Angélica»-, tal como ha señalado Felipe Pichardo Moya, y si bien su valor poético es escaso, no deja de tener interés para nosotros, tanto por razones literarias como extraliterarias. Bajo la tramoya mitológica renacentista subyace en el poema la expresión de una incipiente cubanía, presente en los motivos de la naturaleza tropical enumerados en forma ingenuamente encantadora. Por otra parte, la obra refleja con fidelidad especular aspectos de la vida cotidiana y la composición social de la época, de ahí que su valor documental y sociológico trascienda el meramente literario.

Especial interés para el estudio de los orígenes de nuestra poesía reviste la presencia de los seis sonetos laudatorios que sirven de pórtico al poema de Balboa, pues denotan la existencia en el país, en época tan temprana, de una vida literaria insospechable en las condiciones de desarrollo social imperantes en la isla. Los sonetos, el poema de Balboa y el motete supuestamente cantado en 1604 en la iglesia de Bayamo -que sería entonces la primera manifestación poética escrita en Cuba que nos haya llegado- fueron incluidos por el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz en su Historia de la Isla y Catedral de Cuba y copiados con posterioridad por el novelista e historiador José Antonio Echeverría en 1837, gracias al cual nos ha sido dado conocer el poema.

Más de siglo y medio median entre el Espejo de paciencia y la aparición de las verdaderas primeras voces de la lírica cubana. Las expresiones Poéticas escritas a lo largo del siglo XVIII, que nos han llegado provenientes de versificadores como Juan Miguel Castro Palomino, José Rodríguez Ucres (conocido como Capacho), Félix Veranés, José Surí y Águila, Mariano José de Alva y Monteagudo, Lorenzo Martínez de Avilera y José del Socorro Rodríguez, entre otros, son de escaso valor artístico y su importancia histórica es también relativa. A fines del siglo XVIII, sin embargo, la isla entra en un período de ingentes transformaciones económicas y sociales que van a influir poderosamente sobre el desarrollo cultural del país, hasta entonces prácticamente nulo. En 1790, por iniciativa del nuevo Capitán General de la isla, Don Luis de las Casas, comienza a publicarse el Papel Periódico de la Havana; en 1793 es fundada la Sociedad Económica de Amigos del País, que tan importante papel desempeñó en el desarrollo de nuestra cultura en el siglo XIX. En este ambiente propicio producen sus obras los tres primeros poetas de verdadera importancia entre nosotros. Son ellos Manuel de Zequeira, Manuel Justo Rubalcava y Manuel María Pérez y Ramírez, los tres Manueles de nuestra lírica.

Manuel María Pérez y Ramírez, cuya producción poética prácticamente se ha perdido, ha quedado en la poesía cubana por su soneto «El amigo reconciliado», curioso precedente del famoso poema de Sully Proudhome, «Le vase brisé.» Zequeira y Rubalcava, pese al retoricismo que lastra la mayor parte de su producción poética, ocupan un sitial destacado dentro de la lírica isleña por ser los primeros que logran plasmar poéticamente con acierto un incipiente sentimiento de cubanía, expresado en el orgullo con que celebran la naturaleza cubana, en especial su flora. La «Oda a la piña», de Zequeira, y la «Silva cubana» -donde el poeta hace salir airosas a las frutas cubanas en su confrontación con las europeas-, atribuida a Rubalcava, son las dos composiciones más importantes del período neoclásico (véase NEOCLASICISMO), movimiento al que se adscriben los tres poetas mencionados y que va a prolongarse aproximadamente hasta la tercera década del siglo XIX, década en la que, con José María Heredia, hace su entrada el romanticismo en la lírica de habla hispana. Fuera de «Los tres Manueles», la figura más representativa del neoclasicismo entre nosotros es la de Ignacio Valdés Machuca (seud. Desval), quien en 1819 publicó el primer tomo de poesía impreso en Cuba: Ocios poéticos. La poesía de Desval, artifidosa y carente de emotividad, poco o nada puede emocionar al lector contemporáneo. En cambio, debe agradecérsele su labor como animador de la cultura y el mecenazgo ejercido sobre la juventud aficionada a las letras de la época.

José María Heredia no sólo será la primera figura de gran importancia en la lírica cubana, sino además una de las más destacadas del romanticismo de lengua hispana, que inicia con él su expresión poética (véase ROMANTICISMO). Pero a esta condición de iniciador, que por sí sola bastaría para consagrarlo, añade Heredia la gloria de haber sido el primer cantor de la libertad de la patria y el primer poeta en sufrir destierro por su causa. Con él nace la poesía civil en Cuba, que será una de las directrices más importantes de la lírica cubana en el siglo XIX hasta culminar en la obra poética impar de José Martí. Poeta desigual, lastrada su obra en gran parte todavía por el influjo retoricista del neoclasicismo, dejó Heredia, sin embargo, poemas tan notables como «En el teocalli de Cholula» «Niágara», el «Himno del desterrado», «La estrella de Cuba» y «A Emilia», que por encarnar los anhelos de libertad de todo un pueblo trascendieron las propias limitaciones políticas de Heredia e hicieron alcanzar a su figura categoría de símbolo patriótico para los cubanos del siglo XIX.

En el proceso evolutivo de la lírica del romanticismo en Cuba es posible distinguir dos momentos. Uno inicial -que marca el comienzo y el auge del movimiento-, cuyos representantes más destacados resultan Heredia, Plácido (seud. de Gabriel de la Concepción Valdés), José Jacinto Milanés y Gertrudis Gómez de Avellaneda, y un segundo momento en el que Rafael María de Mendive, Joaquín Lorenzo Luaces, Juan Clemente Zenea y Luisa Pérez de Zambrana representan, a la vez, la plenitud del movimiento y una apertura hacia nuevos derroteros poéticos más avanzados. Por supuesto, esta división tiene mayormente una importancia metodológica, pues el estudio detenido de la producción de estos autores nos demuestra que regresiones y anticipaciones de la norma estética es posible detectarlas en cualquiera de ellos.

Gabriel de la Concepción Valdés es, pese a las numerosas influencias neoclásicas en su obra, un verdadero temperamento romántico. Su defectuosa formación cultural y las dificultades económicas por las que atravesó, que lo obligaron a prodigar su talento en poemas de ocasión, imposibilitaron que su pluma nos diera las producciones de alto valor literario que, dado su talento, hubieran brotado de seguro en condiciones materiales más favorables. Con todo, Plácido es autor de un romance antológico dentro del romanticismo de habla hispana -«Jicotencalt»-, justamente alabado por Marcelino, Menéndez y Pelayo, y de varias letrillas («La flor de la caña», «La flor del café») en las que logra, con gran frescura, cubanizar esta forma de la poesía tradicional española. Estos poemas, su «Plegaria a Dios» -compuesta poco antes de su trágica ejecución- y alguno que otro soneto es lo que realmente perdura de la producción poética de Plácido, pero bastan para hacerlo ocupar un sitial de primer orden entre los poetas románticos cubanos.

Como Plácido, José Jacinto Milanés procede de la pequeña burguesía, por lo que su formación resulta igualmente autodidacta (aunque el nivel cultural de Milanés, quien llegó a dominar el francés y el italiano, era indudablemente superior al del autor de «Jicotencalt»). Injustamente subvalorada la importancia de su obra durante años, la figura de Milanés ha ido ganando el interés de los críticos, que en los últimos años han vuelto sus ojos al estudio directo de su obra sin dejarse influir por juicios que en su momento respondieron a criterios retóricos decimonónicos, hoy de relativa importancia, y que continuaron repitiéndose por comodidad. Lo cierto es que, en la actualidad, si bien no puede rechazarse el calificativo de «desigual» aplicado a su poesía, podemos pensar que son pocos los poemas de nuestro romanticismo que hayan aportado notas tan personales a la lírica cubana como Milanés, quien en sus mejores momentos es el autor más cercano a la sensibilidad contemporánea de todos los románticos de la primera generación. Poemas como «La madrugada», «De codos en el puente», «El mendigo», «El beso», «Después del festín» o la «Epístola a Ignacio Rodríguez Galván», podrán presentar lamentables caídas, pero permiten, a la vez, darnos cuenta de cuán indudablemente poeta fue este desdichado hombre de trágico destino personal, autor de uno de los más bellos poemas cubanos del siglo XIX: «La fuga de la tórtola».

Gertrudis Gómez de Avellaneda sirve de puente entre la primera y la segunda generación románticas, especialmente en lo tocante al cuidado de la forma, que hizo de ella una verdadera orfebre del verso anticipadora de muchas de las conquistas métricas del modernismo, como brillantemente hizo resaltar en su artículo «La Avellaneda como metrificadora» ese otro noble maestro de la forma que fue Regino Boti. Con todo, pese a ser mujer, la ausencia de ternura en su poesía contrasta con la casi femenina sensibilidad de un Milanés; el grueso de su poesía se resiente de una gelidez y falta de espontaneidad no conocidas por Plácido. No tuvo, tampoco, la elevada inspiración de Heredia ni su sentido de identificación con 1a naturaleza, sin que, por otra parte, llevara a su verso las hondas preocupaciones patrióticas del cantor del Niágara, que han hecho tan trascendental su poesía. Vista desde nuestra altura, su producción poética rara vez logra emocionarnos y nos parece incuestionable que sus méritos son mayores como dramaturga, novelista o corresponsal (su extraordinario epistolario amoroso posee latente una gran intensidad poética, ajena a la mayor parte de sus versos). Mas, con todo, seríamos injustos si al establecer nuestra valoración dejáramos de considerar el contexto histórico-literario en que se movió y el peso considerable de la influencia en él de esa fascinante personalidad femenina que fue Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Paralelamente a la obra de estos primeros poetas románticos, una serie de líricos menores dejan en sus obras el testimonio de que una poesía nacional va afirmando cada vez más su personalidad. Francisco Iturrondo, autor de la importante silva «Rasgos descriptivos de la naturaleza cubana» (1831) -todavía de filiación neoclásica, pero ya presentes en ella numerosos elementos románticos-, profundiza la directriz del conocimiento insular a través de la plasmación poética de su naturaleza, iniciada por Zequeira y Rubalcava. En la misma dirección de Iturrondo, Francisco Poveda y Armenteros logra verdadera intensidad poética cuando describe en forma inusitada en nuestra lírica los árboles cubanos. Poveda y Armenteros fue el primero en tomar el campesino como tema poético, con lo que inaugura una corriente nativista que tendrá en El Cucalambé (seud. de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo) su mas alto representante.

En estas circunstancias históricas en que comienza a cristalizar el sentimiento de nacionalidad, Domingo del Monte, una de las personalidades más influyentes de la época, escribe con propósito popularista sus Romances cubanos, entre los que sobresalen «El desterrado del hato» y «El montero de la sabana». Pero Del Monte, a diferencia de Poveda y Armenteros -quien, pese a su deficiente formación cultural, poseía una innegable sensibilidad poética-, carecía de dotes líricas para fecundar el género, y la propia elección del romance como forma métrica evidencia su miopía artística y su acercamiento externo a una poesía popular que ya había hecho de la espinela renacentista su vehículo expresivo idóneo.

Esta indagación en temas vernáculos va a cristalizar poéticamente en dos directrices fundamentales que a menudo se imbrican: criollismo y siboneyismo (véanse CRIOLLISMO y SIBONEYISMO). Criollistas se muestran Ramón Vélez Herrera, quien dejó dos hermosos ejemplos en esta dirección: «La pelea de gallos» y «La flor de la pitahaya»; Ramón de Palma, Miguel Teurbe Tolón y, en algunas zonas de su poesía, poetas importantes como Plácido, Milanés, Luaces y la propia cabeza del movimiento siboneyista, José Fornaris. El siboneyismo encuentra precedentes en el neoclásico Desval, pero como movimiento no alcanza verdadera coherencia hasta la publicación en 1855 de los Cantos del siboney, de Fornaris, libro que conoció ediciones y popularidad sin precedentes en nuestra poesía. La piragua, revista fundada y dirigida por Fornaris y Luaces, devino órgano de expresión del movimiento.

Pese a la superficialidad de las composiciones y a la carencia de sustentación histórica del movimiento, éste no deja de tener interés como forma encontrada por los poetas para expresar su repulsa al régimen español y afirmar nuestra nacionalidad veladamente a travésde la poesía, de donde resulta, entre otras razones, la inmensa popularidad que gozó en su momento.

La síntesis poética de ambas corrientes la logró con gran frescura y originalidad Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (seud. El Cucalambé), quien en su único libro, Rumores del Hórmigo (1856), que ha conocido hasta el presente numerosísimas ediciones, supo expresar como nadie los anhelos de nuestro campesinado al no haber cantado para el guajiro, sino desde él, como en frase afortunada afirma Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía. Sus versos acompañaron fielmente al mambí en sus guerras de independencia, y hoy su gloria mayor estriba en que sus décimas se hayan fundido con los cantares anónimos de su pueblo y continúen siendo entonadas por éste como cosa suya más de un siglo después de su muerte.

Un caso excepcional en la lírica cubana resulta el de Juan Francisco Manzano, el poeta esclavo autor de unos apuntes autobiográficos que constituyen uno de los documentos más estremecedores contra la esclavitud escritos en el siglo XIX. La obra poética de Manzano, que como es sabido obtuvo la libertad mediante el rescate pagado por los concurrentes a la tertulia de Domingo del Monte, es sumamente breve y en ella descuellan dos hermosos sonetos: «A la ciudad de Matanzas después de una larga ausencia» y «Mis treinta años», de contenido autobiográfico este último, conocedor de varias traducciones. Probablemente aterrado por la brutal represión a sus hermanos de raza con motivo de la llamada Conspiración de la Escalera, Manzano dejó de escribir tras ser liberado y nos dejó sin la posibilidad de conocer qué derroteros seguiría su poesía futura.

Hacia mediados de siglo se torna ostensible que el énfasis en lo declamatorio, el efectismo y la sensiblería a que se entregaron numerosos poetas románticos, conducían a nuestra poesía a un peligroso estancamiento. Versificadores como Francisco Orgaz, Narciso Foxá, José Gonzalo Roldán, Felipe López de Briñas, Francisco Javier Blanchié, Antonio Vinajeras y otros, provocaron con sus excesos e incorrecciones una saludable salida al paso, conocida en nuestra lírica como la reacción del «buen gusto», por parte de los poetas que van a formar el núcleo de avanzada de la segunda generación romántica: Mendive, Luaces, Zenea y Luisa Pérez de Zambrana. La personalidad rectora de esta reacción fue Rafael María de Mendive, quien a través de sus orientaciones en la tertulia de su casa, en las revistas que dirigió, y de modo especial con su obra lírica, influyó poderosamente sobre el movimiento poético de su época. En compañía de Ramón Zambrana, José Gonzalo Roldán y Felipe López de Briñas, publicó Mendive en 1853 la colección Cuatro laúdes, y en 1860 y 1883 sendas ediciones de sus poesías. Sin llegar a ser un gran poeta, Mendive es un hábil artesano del verso que sobresale en el plano de composición de sus poemas y anticipa ya en ellos los nuevos modos poéticos de expresión que estarían llamados a ser inaugurados en lengua española por su más preclaro discípulo: José Martí.

Un lustro más joven que Mendive, Joaquín Lorenzo Luaces es uno de los más interesantes poetas de su generación. Su inquietud como creador lo hizo incursionar en las más disímiles temáticas (intentó cubanizar la anacreóntica, cultivó la poesía filosófica, la moral y la criollista, se unió a Fornaris en la aventura siboneyista e hizo aproximaciones a la poesía proletaria). Su búsqueda incesante de la perfección y su incontrolada tendencia a la ampulosidad restan emoción a sus poemas y convierten algunas de sus odas en verdaderos discursos rimados quintanescos. De su obra mantienen vigencia dos odas de oculta inspiración patriótica -«La caída de Misolonghi» y la «Oración de Matatías»- y algunos de los mejores sonetos escritos en Cuba -«La salida del cafetal», «La muerte de la bacante»-, en los que se encuentran ya elementos francamente parnasianos, prefiguradores de esta directriz tan importante en la poesía de Julián del Casal.

Sensibilidad poética excepcional poseyó Juan Clemente Zenea, el más notable de los poetas de la segunda generación romántica y uno de los líricos cubanos más destacados. Zenea, excelente conocedor del francés, acusa en sus versos la benéfica influencia de Musset y otros autores franceses. En su relativamente breve obra hay no pocas composiciones mediocres y otras con caídas lamentables, pero en sus mejores momentos (véase la bellísima antología de poemas y fragmentos de algunos de ellos realizada por Mariano Brull) ninguno de nuestros románticos lo supera en intensidad poética. Salvo por la de Bécquer, su poesía amorosa no se ve superada en la lírica romántica de habla hispana. Como poeta civil aportó los más nobles acentos a esta directriz con posterioridad a Heredia, lo que nos haría lamentar aún más su deleznable postura política en caso de esclarecerse de modo afirmativo su traición a la patria, tal como de modo amargo parece desprenderse de la lectura del proceso judicial que culminó con el fusilamiento en el Foso de los Laureles del autor de «Fidelia», «Nocturno», «Recuerdo», «En días de esclavitud» y otros poemas que lo sitúan entre los líricos más importantes del romanticismo de habla hispana.

Luisa Pérez de Zambrana será la de mayor longevidad tanto biológica como literaria de estas cuatro figuras que conforman el núcleo de avanzada dentro de la lírica de nuestra segunda generación romántica. Sesenta y seis años de producción poética, en los que su trágico destino personal (muerte de su esposo y de sus cinco hijos) hizo evolucionar aquella poesía inicial de rara sencillez y ternura hasta hacerla alcanzar los más sobrecogedores acentos elegíacos de la literatura cubana. Las llamadas «Elegías familiares», por la hondura de su contenido patetismo, por la pureza del lenguaje, por los hallazgos poéticos encerrados en ellas, escapan a las normas de su época y atestiguan cuán grande fue la sensibilidad atesorada por esta noble mujer abiertamente admirada por Martí, quien vio en ella la más alta poetisa de la América de su tiempo.

Colaboran también en forma destacada a la revitalización de nuestra poesía, Julia Pérez Montes de Oca -hermana menor de Luisa Pérez de Zambrana- quien nos dejó en «Abril», «Al campo» y otras composiciones, muestras de su delicada sensibilidad; los hermanos Francisco y Antonio Sellén, quienes desarrollaron una valiosísima labor como traductores (Heine, Mickiewicz, Byron, Isaías Tegner, Wilkie Collins, Nathaniel Hawthorne, Stevenson, Musset, son algunos de los autores vertidos al español por ellos); Issac Carrillo y O'Farril, autor del nostálgico poema «Connais-tu le pays...?», frecuentemente antologado, y Alfredo Torroella, elogiado por Martí y Luisa Pérez de Zambrana.

La nota patriótica no dejó de estar presente en la producción de nuestros poetas románticos. En 1858, por iniciativa de Pedro Santacilia, un grupo de autores publicó en Estados Unidos un volumen en el que recogieron diversas composiciones bajo el título de El laúd del desterrado. Integraban esta antología los ya fallecidos Heredia y Teurbe Tolón; José Agustín Quintero, buen traductor de Longfellow y Friedrich Rückert; Pedro Santacilia, quien, como Luaces, expresó veladamente las ansias de libertad de nuestro pueblo en su «Salmo»; Pedro Ángel Castellón, Leopoldo Turla y Juan Clemente Zenea. Años más tarde, prologó Martí un breve volumen, Los poetas de la guerra (1893), formado con composiciones escritas durante la Guerra de los Diez Años por un grupo de poetas menores, entre los cuales sobresalía José Joaquín Palma, poeta zorrillesco apegado extemporáneamente a los moldes románticos, que después de la guerra del 68 residió la mayor parte de su vida en Centro América.

Tras la Guerra de los Diez Años y hasta la aparición del modernismo en Cuba con Martí y Casal, se abre un período de transición en el que no descuellan figuras poéticas de primera magnitud. En 1879 aparece Arpas amigas, selección de poemas de diversos autores que incluía a poetas de la generación anterior, como los hermanos Sellén y Luis Victoriano Betancourt, antologado por Martí en Los poetas de la guerra. A ellos se unían los más jóvenes Enrique José Varona y Esteban Borrero Echeverría, quienes se destacaron más por su labor humanística y filosófica que como líricos; José Varela Zequeira y Diego Vicente Tejera, excelente traductor de Petöfi, Heine y Leopardi y el de mayor calidad poética del grupo. A esta etapa de transición pertenecen también Enrique Hernández Miyares, gran animador de la cultura, que ha quedado en la poesía cubana fundamentalmente por su hermoso y polémico soneto «La más fermosa», que le valió una acusación de plagio; Manuel Serafín Pichardo, sonetista de calidad («El gallo»), y las poetisas Aurelia Castillo de González, quien se distinguió como traductora de D'Annunzio y Carducci, entre otros poetas, Nieves Xenes, la puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió y Mercedes Matamoros, la de mayor temperamento poético entre ellas, excelente sonetista que, en El último amor de Safo, colección de veinte sonetos eróticos, desafió la moral de su época y se convirtió en una precursora de la poesía de este tipo, cultivada en nuestro siglo por Juana de Ibarbouru, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y Delmira Agustini.

Cabe a Cuba el orgullo de haber aportado al movimiento modernista (véase MODERNISMO) dos de sus figuras más preclaras: José Martí y Julián del Casal. Hoy se encuentra ya fuera de toda duda que el iniciador del movimiento, tanto en prosa como en verso, lo fue José Martí, quien inaugura los nuevos modos de expresión en la lírica de habla hispana con Ismaelillo en 1882. Su genio político, que lo llevó a ser el alma de una guerra libertadora y a formular el pensamiento político más avanzado entre todos los americanos de su tiempo, hizo culminar en su poesía la directriz patriótica iniciada por Heredia. Su genio poético extraordinario plasmó en sus Versos libres una poesía totalmente inusitada para su época -con resonancia en personalidades poéticas tan auténticas como Miguel de Unamuno y César Vallejo- y cuya vigencia perdura hasta nuestros días. Su identificación absoluta con el pueblo, por último, lo hizo crear, haciendo suyo el puro caudal de la poesía popular española, sus Versos sencillos (1891), el punto más. alto de la poesía popularista en la lírica hispana del siglo XIX. Hoy su obra poética, la más trascendente producida entre nosotros, atrae sobre sí como ninguna otra el estudio de todos los hispanistas del orbe para gloria de nuestra patria.

Si Martí encarna como nadie el ideal del artista comprometido con su pueblo, Julián del Casal resulta el arquetipo del creador que encuentra en el arte el modo de evadirse del medio social que lo enajena. Si el optimismo revolucionario preside vida y obra de Martí, el pesimismo y la melancolía presidirán las de Casal. Gran amante de la belleza baudeleriana, abrevó en las fuentes de simbolistas y parnasianos, y pese a lo temprano de su muerte, dejó una obra de renombre continental. Baudelaire, Leconte de Lisle, José María de Heredia -el autor de Los trofeos-, son las influencias predominantes en su poesía, en la cual pueden encontrarse las principales características tanto formales como temáticas del modernismo.

En los veinte años que median entre la muerte de Casal y la aparición de Arabescos mentales (1913), de Regino E. Boti, la poesía cubana, pese a ser éste el momento de esplendor del modernismo, va sumiéndose gradualmente en una honda crisis. Muertos prematuramente los dos discípulos más talentosos de Casal -el poeta cubano de expresión francesa Augusto de Armas y la adolescente de extraordinaria sensibilidad poética que fue Juana Borrero- el modernismo en Cuba se ensaya tan tímida y mediocremente con relación a otras literaturas de Hispanoamérica, que llegó a ser cuestionada su verdadera existencia.

Carlos Pío Uhrbach, discípulo sin altos vuelos de Casal y novio de Juana Borrero, murió en combate en nuestra guerra de independencia. Su hermano Federico, mejor dotado para la poesía que Carlos Pío, no viene a producir una obra importante hasta 1916, en que publicó Resurrección, uno de los mejores libros de poesía publicados en las dos primeras décadas de nuestro siglo. De los poetas de la primera generación republicana recogidos en voluminosa -y concebida con escaso rigor selectivo- antología Arpas cubanas (1904), fruto de los esfuerzos de Enrique Hernández Miyares, Francisco Díaz Silveira y el mediocre José Manuel Carbonell, sólo se salvan René López, cuya vida desordenada y muerte prematura no le permitieron legarnos la obra madura a la que por su talento parecía llamado, y Dulce María Borrero, cuya poesía -al igual que la de su hermana Juana- cuenta con valiosos aciertos descriptivos. Figura también en la antología Bonifado Byrne, puente entre esta generación y la anterior, quien pese a poemas de delicada factura como «Los muebles» o «Cual sería», será siempre para nuestro pueblo el poeta de «Mi bandera», por haber sabido expresar en él el sentimiento de rebeldía popular contra la ingerencia del imperialismo norteamericano en nuestro destino. No incluyó esta antología, sin embargo, a Francisco Javier Pichardo, cuya poesía mejor contiene notas de diluida protesta social que desarrollarán con mayor aliento autores de generaciones futuras.

La renovación poética, curiosamente, no se produjo en la capital. En las primeras décadas del siglo, una intensa vida cultural -si bien dada nuestra condición de país subdesarrollado se trató siempre de una porción minoritaria de intelectuales- fue desarrollándose en las provincias. Matanza y Oriente fueron aquellas en que el movimiento literario produjo sus mejores frutos, aunque en Las Villas no dejó de ser intensa la actividad cultural y numerosas publicaciones periódicas locales dieron cabida a la producción de los jóvenes creadores. En Matanzas, el movimiento se centró en la revista El Estudiante, dirigida por Plácido Martínez; entre los poetas de aquel momento merecen ser mencionados los hermanos Fernando y Francisco Lles, Mariano Albaladejo, Hilarión Cabrisas y sobre todo Agustín Acosta,, quien con Ala (1915) dio al movimiento modernista en Cuba uno de sus libros fundamentales.

En Oriente fue donde el modernismo alcanzó mayor coherencia estética, gracias en especial a la extraordinaria labor renovadora de los dos más altos poetas del primer cuarto de siglo: Regino E. Boti y José Manuel Poveda. Los jóvenes poetas, entre los que se contaban, entre otros, Ángel Alberto Giraudy, Fernando Torralva, Luis Vázquez de Cuberos, Juan Jerez Villarreal, Héctor Poveda, el dominicano Sócrates Nolasco, Luis Felipe Rodríguez, Julio Girona y Pedro Alejandro López, tuvieron en revistas como El pensil, Renacimiento, Orto, Oriente Literario, Oriente y Bohemia y 1a página dominical de El Cubano Libre sus principales órganos de expresión. En 1913 dos acontecimientos contribuyeron a darle unidad y difusión a las ideas estéticas del grupo: el homenaje a Julián del Casal, con motivo del cual José Manuel Poveda redactó los primeros manifiestos del modernismo en Cuba, y la aparición de Arabescos mentales, de Regino E. Boti, libro que marca un hito dentro de la poesía cubana. Desde su «aldea» guantanamera, Boti talló en silencio el diamante de su poesía. Su obra lírica publicada, desde Arabescos mentales hasta Kindergarten (1930), evidencia una acendrada voluntad de estilo que lo llevó a renovarse incesantemente desde su inicial etapa modernista hasta Kodak-Ensueño (1928) y Kindergarten, libros de corte vanguardista en los que pueden rastrearse anticipaciones de la antipoesía contemporánea. El mar y la montaña (1921) representa su plenitud poética y constituye uno de los más hermosos libros de poesía publicados en Cuba. Hastiado del medio social que lo circundaba, Regino E. Boti dejó de publicar en 1930 y mantuvo inédita su cuantiosa producción lírica escrita hasta su muerte, en 1958.

Un solo libro bastó para consagrar a José Manuel Poveda como maestro de la poesía en Cuba. En Versos Precursores, que apareció en 1917 y constituye el fruto más logrado de nuestro postmodemismo, se encuentran en germen las distintas directrices por las que discurrirá en el futuro nuestra lírica. Al igual que en Boti, a quien lo unió en un tiempo una entrañable amistad, de la cual queda como fruto el extraordinario epistolario cruzado entre ambos, la altiva y exquisita sensibilidad poética de Poveda chocaba con el chato y mezquino medio social en que históricamente quedaron enmarcados. Decepcionado, abandonado por los que un día lo llamaron amigo, replegado en sí mismo, murióJosé Manuel Poveda sin haber alcanzado aún su madurez como hombre y sin poder coronar su existencia con la obra del «mañana» que anunció en el proemio de su libro ejemplar.

En la década del veinte, los distintos «ismos» agrupados bajo el término común de vanguardismo (véase VANGUARDISMO) hacen irrupción en nuestra poesía, pero circunstancias históricas tan determinantes como la tremenda agudización de las contradicciones en el seno de la sociedad tras la gran crisis capitalista posterior a la primera guerra mundial, hacen que la poesía cultivada en Cuba durante esa década, si bien por parte de los más jóvenes se pronunció «por el arte nuevo en sus distintas manifestaciones», se detenga poco en la pura experimentación a la que en otras literaturas se entregaron creacionistas, dadaístas, ultraístas, etcétera... La honda crisis sufrida en el país tras el período de la llamada «danza de los millones» provocó una viva reacción en nuestros intelectuales, cuya expresión más significativa fue el surgimiento del Grupo Minorista (véase). Una amarga repulsa de lo cotidiano encuentra distintas vías de expresión estética -en ocasiones tangenciales, en otras antagónicas-, que tornan sumamente complejo el establecimiento de directrices generales en el período. Una de ellas será la corrierte intimista iniciada en la década anterior por Mariano Brull en La casa del silencio (1916), y que encuentra en Juan Marinello (Liberación, 1927) y en los hermanos Dulce María y Enrique Loynaz a sus más destacados cultivadores. Otra, representada fundamentalmente por Ramón Rubiera, Andrés Núñez Olano, Enrique Serpa y Rafael Esténger, paga deuda aún al modernismo y muestra marcada impronta simbolista. En algunos, la repulsa al medio adquiere una acentuada nota irónica, a veces sentimental, que en María Villar Buceta (Unanimismo, 1927), en cierta zona de la poesía de Rubén Martinez Villena («Canción del sainete póstumo») y en especial en la obra de José Zacarías Tallet (La semilla estéril, 1951) encuentra su más feliz expresión.

Pero el despertar del movimiento obrero, al cual se vincula la juventud universitaria capitaneada por el líder extraordinario que fue Julio Antonio Mella; la fundación del Partido Comunista de Cuba por el propio Mella y Carlos Baliño; la influencia decisiva de la Revolución de Octubre en este proceso de concientización política de las masas; el comienzo de la lucha contra la tiranía de Machado; la ardiente prédica de Rubén Martínez Villena, y la gran crisis mundial capitalista de finales de la década del veinte, son factores que condicionan el impetuoso surgimiento de una poesía social de nuevo tipo, con una clara proyección antimperialista. El «Poema de los cañaverales», de Felipe Pichardo Moya, y sobre todo La Zafra, de Agustín Acosta, publicados ambos en 1926, sirven de precedente a esta corriente poética que inicia en realidad Regino Pedroso con la publicación, un año más tarde, en la Revista de Avance, de su «Salutación fraterna al taller mecánico». Desde su inicio hasta el triunfo de la Revolución cubana, se vio enriquecida la poesía social con los aportes de poetas vinculados a la causa del proletariado, como Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Ángel Augier, Mirta Aguirre y Félix Pita Rodríguez, entre otros.

A Nicolás Guillén correspondería la gloria de sacar la temática de la corriente de poesía negra (véase Afrocubana, Literatura), comenzada en 1928 por Ramón Guirao («Bailadora de rumba») y José Zacarías Tallet («La rumba»), cultivada también por Emilio Ballagas en una zona de su poesía («Elegía de María Belén Chacón», «Para dormir un negrito») y llevada a su más afortunada expresión estética dentro de esta línea de poesía negra, aún sin mayor trascendencia social, por el propio Guillén (Motivos de son, 1930; Sóngoro cosongo, 1931), de su etapa inicial externa y pintoresquista y dotarla de un contenido social que aseguró su trascendencia. Esta preocupación social se acentuó cada vez más en sus libros posteriores hasta hacerse expresión consustancial de su poesía, admirada hoy universalmente.

Coincidente con el inicio de esta directriz social, a fines de la década del veinte comienza el cultivo de la llamada «poesía pura», en el sentido de la tesis propuesta por el abate Bremond. Mariano Brull, Eugenio Florit y Emilio Ballagas, en la zona más importante de su poesía, son las figuras representativas de esta directriz, que dejó libros de alta calidad estética como Poemas en menguante (1928) y Sólo de rosa (1941), de Brull; Trópico (1930) y Doble acento (1937), de Florit, y Júbilo y fuga (1931) y Sabor eterno (1939), de Ballagas.

Esta directriz esteticista alcanzará su mayor esplendor durante las dos décadas siguientes. La frustración del proceso revolucionario de 1933; la toma artera del poder por el fascismo en España; el terrible impacto de la segunda guerra mundial; la corrupción de los gobiernos «auténticos» y el clima asfixiante para la poesía vivido bajo la tiranía batistiana, inciden en que una gran parte de los poetas surgidos en esta etapa opten por el hermetismo y la evasión como forma de expresar su repudio al medio social en que se hallaban inmersos. Esta generación -llamada «trascendentalista» por Roberto Fernández Retamar- tuvo su guía en José Lezama Lima -cuyo libro Enemigo rumor (1937) fue quizás la más importante obra de esta tendencia- y su órgano de expresión en la revista Orígenes (1944-1956), dirigida al igual que Verbum (1937), Espuela de Plata (1939) y Nadie Parecía (1942) por el propio Lezama. Son sus figuras más destacadas Ángel Gastelu, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith y Lorenzo García Vega. En lo teórico, el aporte más valioso de esta generación lo constituye Lo cubano en la poesía (1958), obra de Cintio Vitier, el más brillante crítico de este grupo generacional. En sus páginas expresa su amorosa visión de nuestra poesía, presidida por la concepción idealista común al grupo.

Merece destacarse también la labor desarrollada en estas dos décadas anteriores a la Revolución por poetas como Samuel Feijóo, quien en unión de Aldo Menéndez y Alcides Iznaga, se esforzó en dignificar el cultivo de la poesía en Las Villas; Ernesto García Alzola, también cuentista destacado; Rafaela Chacón Nardi y los más jóvenes poetas vinculados a Orígenes, Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís, quienes pese a su juventud contaban ya con una obra de apreciable calidad estética en vísperas del proceso revolucionario.

El triunfo de la Revolución cancela esta etapa de auge formalista en nuestra lírica, que ya había comenzado a perder terreno en la obra de los más jóvenes poetas surgidos en la década del cincuenta, quienes encuentran en el proceso revolucionario la fuente de inspiración temática para expresar la nueva circunstancia social que los conmueve. Las páginas de Lunes de Revolución, suplemento literario semanal del periódico Revolución, La Gaceta de Cuba y las revistas Casa de las Américas y Unión, comienzan a llenarse de colaboraciones de una nueva promoción de poetas que en número ingente dan a conocer sus obras. A autores de reputación establecida, como los mencionados Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís, se unen en estos primeros años de la Revolución; entre otros, Rolando Escardó y José A. Baragaño, muertos ambos prematuramente, Roberto Branly, Pablo Armando Fernández, Luis Suardíaz, Heberto Padilla, Raúl Luis, José Martínez Matos, Adolfo Menéndez Alberdi, César López, Luis Marré, Francisco y Pedro de Oraá, Luis Pavón, Manuel Díaz Martínez.

Hacia la segunda mitad de la década del sesenta irán dándose a conocer -fundamentalmente a través de los concursos UNEAC, David, «26 de Julio» y «13 de Marzo», que se unen, entre otros muchos convocados anualmente, al de la Casa de las Américas, creado en los albores de la Revolución- nuevas promociones de poetas, entre los cuales se cuentan Alberto Rocasolano, Domingo Alfonso, Tania Díaz Castro, Georgina Herrera, Adolfo Suárez, Rolando López del Amo y Efraín Nadereau, entre los de mayor edad, y Guillermo Rodríguez Rivera, Nancy Morejón, Víctor Casáus, Eduardo López Morales, Sigifredo Álvarez Conesa, Luis Rogelio Nogueras, Lina de Feria, Belkis Cuza, Miguel Barnet, David Fernández, Helio Orovio, Raúl Rivero, Pedro Pérez Sarduy, Jesús Cos Causse, Héctor de Arturo, Rafael Hernández, Roberto Díaz, Excilia Saldaña, Francisco Garzón Céspedes y Osvaldo Navarro, entre los más jóvenes, así como un número ingente de autores, en aumento constante, que cada día se dan a conocer.

Paralelamente a la labor de estos jóvenes poetas, autores de generaciones anteriores han continuado enriqueciendo su obra con ejemplar espíritu de renovación, como prueba la valiosa obra producida a partir del triunfo de la Revolución por Nicolás Guillén, Ángel Augier, Félix Pita Rodríguez, Samuel Feijóo, Mirta Aguirre y algunos de los poetas más importantes de Orígenes, como Cintio Vitier, Fina García Marruz y Eliseo Diego, quienes han logrado expresar con gran calidad literaria sus vivencias dentro del proceso revolucionario.

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Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

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  1. poesía — s f Uso artístico de la lengua que generalmente se vale del verso (medido o no, con rima o sin ella), las metáforas, las imágenes y otros recursos para expresar alguna cosa, como las ideas o los sentimientos del autor -poesía lírica-, las hazañas de un héroe -poesía épica-, etcétera. Diccionario del español usual en México
  2. poesía — f. Expresión artística de la belleza por medio de la palabra. Arte de hacer versos. Diccionario del castellano
  3. poesía — Manifestación de la belleza o de los sentimientos por medio de la palabra, que genera determinadas emociones en el lector u oyente. / Poema. / Puede estar escrita en verso o en prosa; en el segundo caso se le denomina prosa poética. Diccionario literario
  4. poesía — 1. f. Expresión artística por medio del verso y en ocasiones a través de la prosa. 2. Cada uno de los géneros que la componen: poesía lírica, épica, dramática... 3. Composición perteneciente a cualquiera de estos géneros: recitar una poesía. Diccionario de la lengua española
  5. poesía — Sinónimos: ■ poema ■ poética, lírica ■ inspiración, musa, numen, plectro, estro ■ lirismo, sensibilidad, dulzura, encanto, gracia Diccionario de sinónimos y antónimos