TEATRO

El teatro es tal vez la Expresión más antigua de la isla. Cuando los castellanos llegan a Cuba, descubren formas litúrgicais y corales que prefiguran una raíz dramática, mezclando poesía, música y danza. Eso y no otra cosa son los areítos, que interesaron a los cronistas y fatigaron a nuestros investigadores empeñados en hallar la fuente aborigen de nuestra escena. Tales danzas corales, con elementos de maquillaje, plumas y colores, disciplina coreográfica, texto repetido de boca en boca aunque nunca escrito, música de tambores, cascabeles y flautillas, eran dirigidas por los coreutas o «tequinas», que merecen ser considerados los primeros poetas, dramaturgos, músicos y coreógrafos cubanos. Junto al juego de pelota, los areítos son la imagen de la organización social y cultural de la vida precolombina, aunque con estructuras muy primitivas si las comparamos con sus iguales (taquis y mitotes) del Perú, México, Nicaragua o Yucatán. Los teinas de los areítos consistían en la narración histórica de hazañas, así como procedimientos rituales de religión y magia para propiciar cosechas y trabajos colectivos, crónica de caciques y pequeñas fábulas tribales, asamblea popular y regocijo individual, cultura y al mismo tiempo ejercicio comunal, religión y magia, mito y realidad. Con la desaparición de los indígenas se apagaron los areítos y nada dejaron en nuestro teatro. El tan comentado areíto de Anacaona ha quedado demostrado que no es sino una versión acriollada del vodú haitiano, y nada digamos de los «areítos» de Emilio Blanchet, Yaimí y Mayabá (1856), que de tales no tienen más que el nombre. Una vez exterminada la expresión indígena y autóctona, los invasores se dedicaron exitosamente a importar su teatro.

Como legítima conquista, Cuba creará su escena en forma similar a España, partiendo de las festividades del Corpus Christi. La más antigua referencia la hallamos en Santiago de Cuba, en 1520, donde se paga a un tal «Pedro de Santiago» por «una danza d' arcos y por lienzos», lo que coloca a la isla en la primacía de los Corpus en América. En La Habana, según señalan las Actas Capitulares, hay también fechas tempranas: 28 de abril de 1570; 10 de abril de 1573; 25 de mayo de 1576; 18 de mayo de 1577; 20 de agosto de 1588; 21 de mayo de 1590; 18 de abril de 1597, y 2 de julio de 1599, donde se habla ya de «dos comedias» representadas. La célebre pieza Los buenos en el cielo y los malos en el suelo, escenificada según se dice el 24 de junio de 1598 en una barraca en las cercanías de la Fortaleza de La Habana, no pasa de ser una curiosa noticia que debe más a la superchería histórica que a la verdad documental. Las representaciones en el interior (Matanzas, Puerto Príncipe, Santiago de Cuba) comienzan en el siglo XVII, pues documentos del Archivo de Indias prueban que en 1659 las representaciones profanas (como la comedia Competir con las estrellas) en el interior de iglesias y conventos era cosa común; pero va en 1680 se ejerce la censura eclesiástica, cuando la Iglesia prohíbe mostrar comedias profanas en sus edificios y con clérigos como espectadores.

Mientras tanto, en los barracones surgía otra fuerza escénica de profundo valor. Los esclavos africanos, arrancados violentamente de su cultura, trajeron a las Indias no sólo su nostalgia y extrañamiento y sus costumbres tribales y rituales, sino también su ideología, su filosofía, su visión cósmica, y las expresaron a través de danzas y cantos donde dioses y hombres comenzaban de nuevo el diálogo de la vida y la muerte, como en los misterios de Eleusis. A través de los Cabildos, lejos de la vista de sus amos blancos y enmascarados como fiesta o jolgorio, los orishas se desparramaron en un proceso de sincretismo religioso que creó la santería. En sus mitos, en su procesión del Día de Reyes, en sus diablitos, en las ceremonias de iniciación de los yorubas y bantús, en los «caminos» de sus orishas, hay elementos de escenificación, de conflicto de diálogo antifonal entre el coro- y el akpwón, que poseen una indudable silueta dramática de raíz trágica, con la muerte y resurrección del iniciado. Mucho más depurada, aunque posterior (su creación es ya entrado el siglo XIX), es la «tragedia abakuá» del sacrificio de un chivo, o «embori mapá», que Ortiz califica de «ambulatoria», pues se realiza por medio de una procesión entre el cuarto de los misterios o «fambá» y una ceiba cercana, con himnos, danzas y cantos, que constituyen una verdadera melopea de profundo sentido catártico.

Probablemente de finales de XIX son las «relaciones» o trozos de obras interpretadas en escenarios callejeros por los negros santiagueros, con alguna que otra pieza original, donde se mezclan animales y hombres. El negro, bien como esclavo o liberto, marca una profunda huella en nuestro teatro, pero se le mantuvo marginado cuando no perseguido, y su imagen escénica devino el «negrito» (un actor blanco interpretando al negro) o lo que es lo mismo, en un teatro «negro» escrito, escenificado y aplaudido por blancos. Sólo después de la Revolución, con el Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias, el Conjunto Folklórico, así como el de Danza Moderna, este mundo teatral y danzario alcanza categoría, sin que falten dramaturgos que se acerquen, con un sentido moderno, a esta reserva ancestral aún por desarrollar.

Sobre nuestra primera pieza hay conjeturas Se habla de un entremés de José Sotomayor, El poeta, así como de una comedia escrita en Las Villas en 1735 por José Surí, pero no es hasta 1730-33 que el habanero Santiago Pita y Borroto imprime en Sevilla El Príncipe jardinero y fingido Cloridano. Aunque hubo dudas sobre la paternidad de nuestra primera obra, hoy se aceptan la personalidad cubana de Pita así como su talento creador, capaz de ofrecer la mejor pieza hispanoamericana del XVIII. Inspirado en una comedia italiana de Giacinto Andrea Cicognini, El príncipe jardinero mezcla una historia mítica de flores y torneos con la presencia vital de una criada cuyo tono de broma. burla y picardía, confieren a la obra una cubanía que escapa a más de un crítico. Con esta comedia nace el choteo en el teatro cubano, y sus personajes humildes, un siglo más tarde y oscureciendo su piel se transformarán en tipos vernáculos, olvidando para siempre sus míticos y lejanos orígenes.

Con Francisco Covarrubias (l7775-1850) nace oficialmente el teatro cubano. Este extraordinario actor (mereció elogios de directores españoles tan exigentes como Andrés Prieto e Isidro Máiquez) no sólo fue el mejor caricato de su época, sino que, como en el caso de Lope de Rueda, escribió una serie de sainetes de gran popularidad, cubanizando la tonadilla y acriollando los sainetes de Ramón de la Cruz, Desbarros de Covarrubias y feria de Candelaria, Las tertulias de la Habana, Los velorios de La Habana, El tío Bartolo y la tía Catana, La valla de gallos en los baños de San Antonio, El peón de tierra adentro, El forro de catre, No hay amor si no hay dinero, Los paquetes y el moribundo, El montero en el teatro, o, El cómico de Ceiba Mocha, El gracioso, o, El guajiro sofocado, La carreta de las cañas, Los dos graciosos, son algunos de sus títulos que desdichadamente no fueron editados y se han perdido. Gracias a Covarrubias se habló en cubano en nuestra escena y nacieron canciones populares y tipos, como el «negrito», inaugurado probablemente en 1812 y que llega a nuestros días. Por las décimas que nos dejó no puede afirmarse que Covarrubias gozase de talento poético pero su escena, a juzgar por los juicios de sus contemporáneos, es todo un catálogo de personajes y sucesos cotidianos con los que redondeó una creación muy personal, reduciendo las fórmulas extranjeras a crónica callejera. Murió pobre y casi olvidado después de una larga y brillante carrera escénica.

La semilla de Covarrubias se amplió en un teatro popular que dio un buen grupo de saineteros, dos de cuyos integrantes merecen especial mención: Bartolomé José Crespo Borbón (Creto Gangá) y José Agustín Millán. El primero, nacido en Galicia se azucaró de tal modo que es el introductor definitivo del «negrito» y el que incorpora también el gallego, el chino y la música popular, que son los elementos formales del género vernáculo. Crespo creó a su personaje Creto Gangá, esclavo y bozalón, bufonesco y servicial, con el que el autor pagó su precio al sentimiento negrero, al que estaba afiliado: como lo prueba su entusiasmo al regreso, en 1854 del Capitán General Concha, que venía a reemplazar al «pronegrero» Pezuela. Sus títulos fundamentales son Un ajiaco, o, La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847), y Debajo del tamarindo (1864), dos obras que aportan exitosamente una confrontación con públicos actuales. Creto aportó no sólo el personaje, sino también su idioma bozalón y pintoresco y el bullicio y la animación de los sectores pobres y marginados del país, con sus negros curros, chinos, guajiros, alemanes y policías, en un verdadero y sabroso ajiaco que se transformó en uno de nuestros platos tradicionales en la escena. Puede decirse que gran parte de nuestro teatro vernáculo no va más allá de donde lo situó Crespo y Borbón a mediados del siglo pesado. Ése es su mérito mayor.

Con Millán entramos de lleno en el imperio del sainete. Fue un autor mediocre, con un aceptable sentido del humor y poseedor, de un mecanismo dramático que repitió hasta el cansancio en sus 20 piezas en un acto. Pero fue también un cronista acucioso de su época y el retratista fiel de una sociedad cuyo esfuerzo mayor era la búsqueda del oro, la necesidad de capital. En la intriga amorosa de sus sainetes será siempre la diferencia económica la que separará a los amantes, siempre el dinero el que provocará las dificultades. Su escena reproduce la mitología del oro, que nacía en ese momento en que el capital norteamericano penetraba en la isla (no es por casualidad que el dorado California o los personales yankees aparezcan en su teatro, así como palabras inglesas). Y sin embargo, nos dejó una comedia en tres actos, El camino más corto, que ya en 1842 sienta las bases para el desarrollo del género. A partir de él hallamos la obra valiosa de Francisco Javier Balmaseda, que con Los montes de oro (1866), El dinero no es todo; o, Un baile de máscaras (1874) y Amor y riqueza (1888) depurará los elementos de la comedia hasta entregar una de las obras más interesantes (e ignoradas) del XIX. Otros saineteros que abrieron el camino para los bufos son Juan José Guerrero, José Socorro de León, Antonio Medina (autor mulato) y Antonio Enrique de Zafra, este último enemigo acérrimo de lo cubano, pero capaz de recoger como pocos el ambiente popular de nuestros campos para ridiculizarlo.

Mientras la capital se convertía en una codiciada plaza (el teatro El Coliseo se inaugura en 1775; el Circo de Marte en 1800; el Diorama en 1828; el Tacón en 1838), surge el romanticismo tras las versiones y traducciones de José María Heredia. José Jacinto Milatlés lo inaugura en 1838, el mismo año en que José María de Andueza estrena su Guillermo y Francisco Javier Foxá su Don Pedro de Castilla. El Conde Alarcos, de Milanés, es nuestra batalla de Hernani, y el entusiasmo que siguió a su representación puso en claro el sentido de la obra: se trata de la representación de un monarca cruel y asesino, una confrontación entre la pureza individual y la maldad reinante, que expone la ideología del grupo literario que se reunía en torno a Del Monte, al mismo tiempo que aporta a la escena cubana un tono, un ambiente, una atmósfera. Al descargar la culpa trágica en el Rey, el drama se transforma en la tragedia del hombre contra la sinrazón del poder absoluto, mostrando al ser humano devorado por fuerzas mayores en un choque áspero de situaciones que arrastran a la catástrofe en un mundo cerrado, donde el héroe es el motor de la acción y al mismo tiempo su víctima fatal. A esta obra siguió Un poeta en la corte, menos convincente que Alarcos, pero que fue prohibida por la censura española, que a partir de ese momento se mantuvo avisada. Ambas piezas ofrecen la imagen de un Milanés grave y romántico, buscando temas en cortes medievales e historias trágicas, cuando lo cierto es que existe «otro» Milanés, que nos dejará sus doce cuadros de costumbres del Mirón, y Ojo a la finca, teatro breve donde aparece un dramaturgo sencillo y muy penetrado del paisaje cubano, con un idioma nacional en que dialogan campesinos, hacendados, tenderos, empleados, mujeres y niños. La locura que frustró a Milanés le impidió ampliar este mundo tan nuestro.

La Avellaneda es un caso peregrino. Nada faltó a su obra dramática y supo de estrenos madrileños y glorias académicas, pero su escena desarrolla la tesis de una España monárquica como continuadora del reino de Cristo en la tierra (tema de Baltasar, Saúl, Egilona, Flavio Recaredo y Munio Alfonso), es decir, la dramatización de la historia como el triunfo del cristianismo y su culminación en la España de Isabel II. Como dramaturga, la Avellaneda no admite rivales; se adelantó (a pesar de la fuerte influencia de Quintana y el teatro español de su momento) a la escena hispana con obras como Leoncia, La hija de las flores; o, Baltasar, sin olvidar las virtudes cómicas de El millonario y la maleta. Nadie antes que ella estuvo mejor dotado, nadie tuvo su talento dramático, su fuerza poética, su sentido escénico; nadie confió tanto en el teatro como forma de expresión propia, pero la influencia española le impidió ir más allá de un mundo débilmente romántico y tímidamente realista.

Joaquín Lorenzo Luaces es un desconocido. Como sólo una pequeña parte de su teatro llega a nosotros, la crítica lo juzga romántico por su Mendigo rojo o Aristodemo y lo conceptúa el menos capaz de nuestros grandes dramaturgos. Y sin embargo, fue el mejor autor del XIX, un poeta que conocía la vida escénica (a pesar de que prácticamente no estrenó en vida) y, sobre todo, el creador de la comedia cubana con El becerro de oro, El fantasmón de Aravaca y A tigre, zorra y bult-dog, escritas entre 1859 y 1867. Como un Molière tropical, Luaces desnuda la colonia y sus males, como la imitación, el falso linaje y el salto clasista por medio del disfraz y la mentira social, constantes que desarrollará profusamente nuestra escena a partir de los bufos del 68, de quienes Luaces es un antecedente necesario. Con él penetramos en el dominio de la alta comedia, en el marco de lo popular y lo culto, del ambiente y la moral, de la atmósfera y el paisaje social, bien lejos ahora de historias antiguas o ideologías monárquicas. A lo largo de su teatro (parte del cual permanece manuscrito), Luaces se nos ofrece como un desconocido al que acudimos asombrados en busca de cubanía. Al mismo tiempo, su obra cierra el ciclo que Milanés, Andueza y Foxá abrieron en 1838. Con su muerte desaparece el romanticismo escénico, bien pálido entre nosotros, y se abre una nueva etapa.

En vísperas de la Demajagua, el 31 de mayo de 1868, surgen los bufos. Movimiento esencialmente cubano, que no debe ser confundido con la obra de Covarrubias y sus seguidores, los bufos serán al mismo tiempo autores-intérpretes-guaracheros-empresarios y negarán tanto el melodrama como la zarzuela o la ópera italiana, es decir, la escena extranjerizante. Su técnica dramática partió de la parodia, se matizó de tipos, ambiente e idioma cubanos, y coronó su puesta en escena con la guaracha. El éxito de los «Bufos habaneros», creados por Francisco «Pancho» Fernández (que tomaría la idea de los bufos madrileños de Arderíus y la influencia de los minstrels norteamericanos que visitan La Habana en la década del 60), fue de tal naturaleza que en pocos meses hubo no menos de ocho grupos o compañías a lo largo de la isla, aunque sólo dos de ellos (los «Habaneros» y los «Caricatos») dieron el verdadero carácter a esta primera temporada. Lo importante es que hacen exclusivamente teatro cubano, que abren sus escenarios todos los días y que el público acude en forma creciente. Su repertorio puede catalogarse tentativamente en cuatro direcciones: a) la catedrática, la más importante, que nos dejó esa obra maestra de «Pancho» Fernández, Los negros catedráticos, con su segunda y tercera partes, única «trilogía» en nuestra escena; b) la paródica; c) la campesina, que tomará piezas de Guerrero y Zafra, y d) el sainete de costumbres, que también se califica de juguete cómico, cuadro de actualidad... cuando no descarrilamiento, latigazo cómico burlesco, desconcierto o ajiaco dramático, y que nos dejará Perro huevero aunque le quemen el hocico, de Juan Francisco Valerio. De tan rico repertorio (estrenaron casi un centenar de piezas en menos de ocho meses) casi nada nos queda, pues muy pocas fueron editadas, y como su teatro se debía más a la habilidad de sus intérpretes que a la literatura, queda aún por hacerse un correcto análisis de su importancia.

Sus creadores eran cubanos sin esclavos, artistas pobres que sabían recoger los gustos populares, observadores muy sagaces de la realidad doméstica, hombres y mujeres en constante relación con negros libres y artesanos (muchos de ellos lo eran) y críticos despiadados del ambiente operático y trasnochadamente romántico de los grandes salones donde se paseaba la sacarocracia, su antítesis teatral. Los bufos del 68 nada tenían en común con la burguesía criolla, por lo que producen una ideología populista, iliteraria y guarachera en oposición a la «cultura» y al círculo cerrado de los privilegiados. Ellos representan la historia de los sin historia y su escena deviene la negación del gusto españolizante. Por ese camino se identificaron con lo cubano en los instantes del inicio de la Guerra de los Diez Años, y no tardaron en chocar con las autoridades coloniales: el 21 de enero de 1869, un guarachero (Jacinto Valdés) da un viva a Céspedes desde las candilejas del Villanueva, y al día síguiente los voluntarios provocan (o aprovechan) un incidente durante la representación de Perro huevero y atacan a tiros el teatro. Los bufos cerraron, emigraron a México, y aunque a partir de 1873 se permite esporádicamente algún que otro título bufo, no será hasta 1877, en vísperas del Zanjón, que se admita el regreso del género.

La masacre del Villanueva provocó tal terror en la capital, que nuestro teatro descubrió un nuevo período: el correspondiente a la guerra. La escena se llenó de soldados, mambises, voluntarios, esclavos liberados, abnegadas mujeres, héroes y traidores, así como personajes reales, desde Céspedes a Leoncio Prado. Hubo dramas, sainetes, loas, alegorías, juguetes cómicos y discursos retóricos. Y si bien España, que dominaba los escenarios, logra una mayor cantidad de títulos, el teatro mambí se realizará en el exilio, en Estados Unidos, México, Colombia o Perú. Se trató de una experiencia épica, de esa escena que Martí definió como producto de la historia, y si no dejó grandes obias se debió a la dispersión que la guerra y el exilio produjeron, rompiendo la relación entre el autor y su público. La nueva expresión la inaugura José Martí con Abdala (1869), donde utiliza la parábola para atacar a la colonia; la continuarán Balmaseda, Luis García Pérez, Alfredo Torroella, Diego Vicente Tejera y el colombiano Joaquín María Pérez. Los españolizantes devolvieron la imagen, aunque con desigual fortuna: Luis Martínez Casado, José E. Triay, Manuel Martínez Otero, Zafra, Ramón Gay y muchos más, que demostraron con su baja calidad que también en la escena España perdía la isla.

Al terminarse la Guerra, los bufos regresaron; a partir de 1879-1880 imprimen su tónica con tal fuerza e insistencia, que marcan para siempre nuestra escena. Encabezados por el autor-actor-director Miguel Salas, el repertorio bufo conquistó de nuevo al público. Pronto surgieron nuevos dramaturgos: Joaquín Leoz, José María de Quintana, Alejandro del Pozo, Gustavo F. de Gavaldá, Guillermo Riquelme, José Domingo Barberá, Ramón Morales, Olallo Díaz González, Manuel Mellado, Eduardo Meireles, Francisco Valdés Ramírez, José Hernández, José Guillermo Nuza, Joaquín Robreño, José Tamayo y tantos otros, que mantienen funcionando los teatros diariamente.

Este período, que podemos cerrar en 1890 con la apertura del primitivo Alhambra, dará a los dos mejores escritores que cultivaron el bufo: Raimundo Cabrera e Ignacio Sarachaga. El primero, con Del parque a la luna (1888), Vapor correo (1888) e Intrigas de un secretario (1889) (podemos olvidar su melodrama Gabriel de 1879), creó el género chico cubano y llevó a la escena la ideología autonomista hasta convertir el teatro en una tribuna para fustigar los males coloniales. En realidad, para comprender la historia íntima que va del Zanjón a Baire es necesario analizar críticamente el teatro que llenó esos años, pues el mismo refleja, como ninguna otra expresión, la agonía de la colonia, los estertores de una sociedad enferma. A pesar de su excelente humor, de sus salidas llenas de gracia popular, de su chispeante música, de su sabroso idioma, el teatro bufo será una fruta amarga. Sarachaga, por su parte, nos dejó once manuscritos que merecen una pronta edición, pues se trata de uno de los más importantes autores del XIX. En la cocina (1880) es una pequeña obra maestra, a la que podemos sumar Melistófeles, Un baile por fuera, En un cachimbo, Esta noche sí y ¡Arriba con el himno! (1900).

Calificados con frecuencia de inmorales, tachados de malos escritores, acusados de rebajar la calidad del teatro, estigmatizados como vulgares y barrioteros, los bufos sin embargo dieron un paso firme en el proceso de identificación escénica del cubano y marcaron de tal modo nuestro teatro que aún podemos observar su señal. Mientras tanto, la escena «seria» daría los melodramas de Torroella, Aniceto Valdivia y Justo de Lara (seud. de José de Armas y Cárdenas), que con su grandilocuencia y tono declamatorio, así como con su empaque moralista, crearán un verdadero «gusto» que moldeará los primeros momentos republicanos.

Estos años verán el desarrollo de grandes actores nacionales: Adela Robreño, Luisa Martínez Casado, Pablo Pildaín, Paulino Delgado, Pilar Suárez, Napoleón Arregui, Eloísa Agüero de Ossorio y muchos más que, junto a los bufos, especialmente Salas, Fernández, Candiani, Florinda Camps, Elvira Meireles, Petra Moncau, determinarán una verdadera escuela cubana de actuación. Y los teatros proliferarán por la isla: en la capital, el Villanueva (1846), Albisu (1870), Payret (1877), Jané (1881), Irijoa (1884), Alhambra (1890) -los que junto a escenarios menores como el Cervantes (1874) y el Torrecillas (1877), prueban que el teatro es ya un negocio seguro a pesar de las perpetuas crisis económicas y el progresivo aumento del precio de las localidades, lo que hace huir al «respetable»-; en Camagüey, el Principal (1850); en Santiago de Cuba, el Reina (1850); en Matanzas, el Sauto (1863); en Santa Clara, el Caridad (1885); en Cienfuegos (Las Villas), el Terry (1890). La crítica, por su parte, alcanza nuestro mejor momento: a los esfuerzos iniciales del Regañón (seud. de Buenaventura Pascual Ferrer) a principios de siglo, se unirán ahora Justo de Lara -el más profesional del grupo-, Fray Candil (seud. de Emilio Bobadilla), el Conde Kostia (seud. de Aniceto Valdivia), José Ramón Leal -quien dedicará un libro al teatro de Echegaray-, Aurelio Mitjans, Ramón Meza, Enrique José Varona, Julián del Casal y finalmente Martí, que coronará nuestra crítica dramática con una profundidad y actualidad que lo transforman en el mejor crítico teatral latinoamericano de su tiempo.

Cuando la República estrena su himno, su bandera... y su Enmienda Platt, el estado del teatro es bastante deplorable: tres años de guerra y cuatro de intervención lastran el desarrollo de una auténtica expresión nacional. Sólo el Alhambra se mantendrá en pie hasta 1935, en que se desploma parte del edificio. Allí floreció como nunca el género alhambresco, fiel heredero de los bufos del 80. Convertido en un verdadero conservatorio popular, se escuchó en él la música de Jorge Anckermann y se aplaudieron los libretos de Federico Villoch (nuestro más prolífico autor, que estrenó 386 títulos) y Gustavo y Francisco Robreño, hijos de Joaquín, así como la presencia electrizante de Arquímides Pous. Aunque hubo escenarios similares (el Regino, los dos Polyteama, el Cuba, el Molino Rojo, y cortas temporadas bufas en el Nacional -antiguo Tacón-, el Payret o en el Irijoa, llamado ahora Martí), el Alhambra da la tónica hasta la aparición de La Cueva, en 1936. En su escenario se cultivaron el sainete de costumbres populares, el de solar, el político, las revistas de actualidad, la de espectáculos, la opereta y las parodias, porque nada cubano les fue ajeno. Y surge una nueva generación dramática: Agustín Rodríguez, José Sánchez Arcilla, Carlos Robreño, Félix Soloni, Víctor Reyes, Mario Sorondo (creador de los teatros-carpas) José Barreriro, Ángel Clarens, Rúper Fernández, Alfredo H. Piloto, Manuel Saladrigas, Benjamín Sánchez Maldonado, Justo Soret Vázquez, Gustavo Sánchez Galarraga y tantos otros cuyas piezas permanecen inéditas.

El género alhambresco entra en decadencia a finales de la década del 20, no por cansancio o agotamiento de sus creadores, sino por su incapacidad para plasmar los nuevos tiempos que se vislumbran a partir de 1923 con la Protesta de los Trece, la fundación del Partido Comunista (1925), la Revista de Avance y finalmente la lucha contra Machado. Heredero de nuestra escena del XIX, el Alhambra fracasaría en expresar el nuevo siglo que se inauguraba en medio de una creciente lucha de clases, lo que explica también los fracasos de los intentos posteriores por rehabilitarlo en forma más o menos encubierta. Del Alhambra, el género saltó al Martí (1931-1936), donde se cultivó la zarzuela cubana con éxitos como el de Cecilia Valdés, La perla del Caribe, María Belén Chacón, El Clarín, Rosa la china, La emperatriz del Pilar, La de Jesús María, La Plaza de la Catedral, Lola Cruz y varias más, que enriquecieron el fondo musical de nuestra escena y crearon el mejor teatro lírico latinoamericano.

Pero no todo perteneció al género vernáculo. Ya en los inicios de la República hubo intentos por crear un teatro de calidad (la Sociedad de Fomento del Teatro en 1910 y la de Teatro Cubano dos años después) que daría al más importante de los autores anteriores a 1947: José Antonio Ramos. Representante principal de la primera generación republicana, Ramos resume mejor que ninguno de sus contemporáneos los anhelos y frustraciones que significó la República mediatizada. Escribió 16 obras, entre ellas cuatro en un acto, una perdida y una sátira líricobufa, que le estrenó Regino López en el Payret. En 1917 ganó el premio de la Academia Nacional de Artes y Letras con Tembladera, cuya técnica tomará del melodrama y de la realidad social su contenido, para ofrecer la obra más importante de estos años. Si Ramos comienza, en 1906, a publicar su teatro en España, lo hará porque el país carece de una escena de calidad literaria capaz de acoger la rebeldía inicial del autor. Otras piezas suyas de especial interés son Satanás (1913), La leyenda de las estrellas y La recurva, ambas editadas en 1941. De la misma manera que los bufos trabajaron el choteo, Ramos detecta la hipocresía moral, con la que ofrece la otra cara de nuestra imagen escénica. Hombre de ideas progresistas, Ramos vio fracasar sus mejores deseos de un teatro nacional subvencionado por el Estado.

A partir de 1936 nuestra escena asume tímidos rasgos de modernidad. Un grupo de profesores, estudiantes e intelectuales se reúnen en torno a un grupo escénico conocido como La Cueva y comienzan sus actividades con el estreno de Pirandello en Cuba. A partir de ese instante surge un equipo profesional de actores, directores y técnicos capaz de renovar la expresión escénica y situarla en las corrientes de la época. Asimilando a teatristas europeos que huyen del terror fascista,, surgirán posteriormente el Teatro Universitario, la Academia de Arte Dramático (ADAD), el Patronato del Teatro, Farseros, Prometeo y algunos grupos más, que comienzan a crear un público y un repertorio Bien es verdad que es aún un público minoritario (una solitaria y enflaquecida función mensual) y que su repertorio se busca ahora en Broadway o, París, así como en algún que otro autor internacional, pero al menos el esfuerzo sincero permite la aparición de equipos técnicos de calidad y ambiciones universales. A partir de 1947-1948 aparecen los nuevos autores con los estrenos de Carlos Felipe (El chino), Virgilio Piñera (Electra Garrigó) y Rolando Ferrer (Lila, La mariposa, 1954), los que marcan un avance en nuestra creación dramática. Otro trabajo de relevancia fue el de Teatro Popular, organizado por el autor-director Paco Alfonso (Cañaveral, 1956; Yerba Hedionda, 1959), escena auspiciada por los trabajadores y que señaló una ruta de protesta política y agitación social con una proyección revolucionaria.

En los años anteriores a la Revolución, el teatro está fraccionado en pequeñas salas (teatros de bolsillo) que funcionan de jueves a domingo con presupuesto angustioso y repertorio variado. Se hace costumbre celebrar en cada febrero el mes del teatro cubano, pero las salitas están limitadas en su capacidad lunetaria, en sus condiciones técnicas, y, sobre todo, en su fuerza económica. Cuando se les criticaba por no estrenar piezas cubanas con mayor frecuencia, los directores respondían que la culpa era de nuestros dramaturgos que no escribían; éstos a su vez ripostaban con el argumento de que no escribían porque no se les estrenaba. La Revolución rompió este círculo vicioso.

En primer lugar, se aseguró, el trabajo del teatrista. Lo grupos surgidos a raíz de la fundación del Teatro Nacional (creado por la ley 379 del 12 de junio de 1959) representarán obras cubanas en gran número, lo que, unido a las salas privadas y los concursos, provocará una verdadera explosión dramática. Entre 1959 y 1962 surge un fuerte núcleo de dramaturgos que exploran profundamente la realidad. Una vez que los grupos se liberan de la presión económica, se abren perspectivas ilimitadas para la creación, mientras el público asiste masivamente, respaldando una vez más al teatro. Así surgirán las obras de Abelardo Estorino (El robo del cochino, La casa vieja) José R. Brene (Santa Camila de La Habana Vieja, Pasado a la criolla, La fiebre negra, El corsario y la abadesa, Los demonios de Remedios, Fray Sabino, (premio UNEAC 1970, y muchas más, pues Brene es un infatigable escritor), Nicolás Dorr (Las pericas, La esquina de los concejales, El agitado pleito entre un autor y un ángel, premio UNEAC, 1972), José Triana (Medea en el espejo, El parque, de la Fraternidad, La muerte del ñeque, La noche de los asesinos, premio Casa de las Américas 1965), Manuel Reguera Saumell (Sara en el traspatio, Recuerdos de Tulipa, La soga al cuello), Héctor Quintero (Contigo pan y cebolla, El premio flaco, premio del Instituto Internacional del Teatro, 1968, Los muñecones, Mambrú se fue a la guerra, Si llueve te mojas como los demás), Antón Arrufat (El vivo al pollo, La repetición, El último tren, Los siete contra Tebas, premio UNEAC 1968), así como el aporte de los veteranos: Virgilio Piñera (Aire frío, Dos viejos pánicos, premio Casa de las Américas, 1968) y Carlos Felipe (Réquiem por Yarini). La nueva escena va contemplar el pasado con ojos críticos, asimilar formas y lenguaje de la escena vernácula, explorar estructuras novedosas como la comedia musical o la escena épica, y va a ganar tal fuerza cultural que se transformará en uno de los géneros más cultivados y exitosos. Con la descentralización teatral (surgen conjuntos profesionales en las provincias), un amplio movimiento de aficionados, la Escuela para Instructores de Arte y la Nacional de Arte, el desarrollo de la escena lírica, el guiñol y el Conjunto Folklórico, la colaboración de teatristas, extranjeros, la edición de obras y los concursos y seminarios, la escena cubana alcanza un signo de madurez que se ve respaldado por lo asistencia de más de un millón de espectadores anuales que llenan los viejos teatros reconstruidos, o los cines convertidos en escenarios. Tal fenómeno provocará una toma de conciencia de los teatristas más avanzados y traerá implícita una responsabilidad social, ya señalada en el Primer Seminario Nacional de Danza y Teatro (1967), cuando los artistas declaran que «el teatro es hoy parte de la realidad misma, es centro de gravedad, está dentro de la sociedad.... El teatro es ahora, una forma dialéctica y viva de comunicación, que trata de establecer la responsabilidad histórica del individuo, dentro de la sociedad». Hasta ese año se habían estrenado 374 piezas cubanas, a un promedio de 41 anuales. desde 1959.

A partir de ese momento y estimulado por el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971) se desarrolla un movimiento renovador de nuestra escena, presidido por el Grupo Teatro Escambray. A base de investigaciones locales, análisis de las condiciones reales y sus problemas más apremiantes, un grupo de teatristas crea obras y espectáculos encaminados no a interpretar la realidad sino a ayudar a transformarla, estableciéndose en las nuevas comunidades como parte de su desarrollo sociocultural e ideológico, como un arma de la Revolución. Y en Santiago de Cuba, renovando las viejas «relaciones», el Conjunto Drarnático de Oriente se lanza a la tarea de realizar una escena popular y al mismo tiempo histórica y actual. Así surgen nuevos autores: Sergio González (Las provisiones, premio MINFAR 1975), Albio Paz (La vitrina), Raúl Pomares (De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra), Flora Lauten (Vaya mi pájaro preso), Herminia Sánchez (Escambray mambí, Me alegro, Amante y penol), Justo Estevan Estevanell (Santiago 57, Impacto), Raúl González de Cascorro (Piezas de museo, premio UNEAC 1969), El hijo de Arturo Estévez, premio UNEAC 1974), Ignacio Gutiérrez (Pato macho, Llévame a la pelota, Los chapuzones), Eugenio Hernández (María Antonia), Jesús Díaz (Unos hombres y otros), Raúl VaIdés Vivó (Las naranjas de Saigón), Carlos Torres Pita (La definición, premio David 1970), René Ariza (La vuelta a la manzana, premio UNEAC 1967), Reinaldo Hernández Savio (En Chiva Muerta no hay bandidos), Raúl Macías (Girón. Verdadera historia de la brigada 2506, premio Casa de las Américas 1971), Freddy Artiles (Adriana en dos tiempos, premio UNEAC 1971; De dos en dos), José Milián (Mamico omi omo, Vade retro), David Camps (En la parada llueve), Gloria Parrado (Las persianas), Eduardo Robreño (Quiéreme mucho, Recuerdos del Albambra -en colaboración con Víctor Reyes-, Enrique Núñez Rodríguez (Dios te salve comisario, Buen aniversario), José Carril (Changó de Imá), Jesús Gregorio (El apartamento), José Camejo y Rogelio Martínez Furé (Ibeyi Añá) y varios más.

Tan amplia producción, que ofrece una variada gama de matices, estilos y proyecciones (desde el tema revolucionario y social hasta la comedia musical, el folklore, el teatro de muñecos o el documento), ilustra la vitalidad que nuestra escena gana a partir de 1959. El hecho de que casi todos los autores (salvo cuatro o cinco) hayan estrenado su primera pieza después de la Revolución, demuestra el enorme y pujante impulso del género en estos últimos años, que alcanza ya, en sus títulos y proyecciones más significativas, una resonancia internacional.

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Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

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  1. teatro — América Sala de cine. (hacerle teatro a uno) Chile México Estirar la paciencia. Engañar. (teatro vocacional) Argentina Teatro de aficionados. Diccionario de regionalismos
  2. teatro — s m 1 Arte de representar mediante la actuación historias o argumentos reales o ficticios, por lo general basados en un texto y con la ayuda de ciertos recursos como telones, muebles, luces, vestidos especiales, etc: teatro clásico, teatro realista... Diccionario del español usual en México
  3. teatro — m. Sala donde se representan obras dramáticas o se realizan espectáculos públicos. Diccionario del castellano
  4. teatro — m Edificio o espacio abierto dedicado a la representación de obras teatrales u otros espectáculos. Diccionario de arquitectura
  5. teatro — 1. m. Género literario que comprende las obras concebidas para ser representadas en un escenario, ante un público: es muy distinto leer teatro de leer novela. Diccionario de la lengua española
  6. teatro — Sinónimos: ■ representación, función, drama, tragedia, comedia, melodrama ■ sala, salón, anfiteatro, coliseo, escenario ■ farándula, espectáculo, candilejas, tablas, escena ■ cuento, simulación, afectación, fingimiento, farsa Antónimos: ■ naturalidad, espontaneidad Diccionario de sinónimos y antónimos
  7. teatro — En latín theatru(m) tenía ya el mismo significado de nuestro teatro, lo mismo que théatron en griego, término formado con el verbo theásthai, 'mirar, observar' y el sufijo -tron, 'instrumento para, lugar para'. El teatro sería, etimológicamente hablando, 'lugar para mirar, lugar en el que se mira'. Diccionario del origen de las palabras