DICCIONARIOS

La primera referencia que poseemos relacionada con el intento de creación de un diccionario entre nosotros, se remonta a 1795, año en que el fraile Luis Peñalver elevó a la Sociedad Económica de Amigos del País su «Memoria sobre lo útil que sería formar un diccionario provincial», leída en la Sociedad Patriótica de La Habana y recogida en las memorias de esta institución de ese mismo año.

La sugerencia sin embargo, no hallaría eco hasta después de transcurrido un cuarto de siglo, cuando en 1829 Domingo del Monte, al que se unió dos años más tarde un grupo de colaboradores -José Estévez, Joaquín Santos Suárez, Francisco Ruiz y José del Castillo-, comenzó la preparación de nuestro primer diccionario. Desgraciadamente, el trabajo no pasó de su fase inicial. El caudal de «cubanismo» acoplado de modo principal por Del Monte, fue entregado por éste al diccionarista Vicente Salvá, quien hizo inclusión de ellos en su propio diccionario sin indicar la procedencia de los mismos ni dejar constancia de agradecimiento a su generoso colaborador.

Correspondía, pues, a Esteban Pichardo, -al publicar en 1836 su Diccionario provincial de voces cubanas, el honor de realizar la primera obra de esta clase que se editaba en Hispanoamérica. Este diccionario, que conoció en el propio siglo XIX cuatro ediciones y obtuvo el reconocimiento unánime de los especialistas de su tiempo, ha sido la base de todos los trabajos ulteriores que en esa dirección se desarrollarían en nuestro país.

Pero si los esfuerzos lexicográficos de estos autores encontraron numerosos continuadores en lo que se refiere al aspecto lingüístico, no acontecería lo mismo en el literario. Así, no será hasta 1863, en la parte biográfica de la ingente obra en cuatro volúmenes del español Jacobo de la Pezuela, Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba (1863-1866), que se dio cabida en obras de este tipo -junto a las figuras de los más relevantes funcionarios gubernamentales, militares y eclesiásticos que actuaron en Cuba durante el período colonial- a escritores y figuras destacadas de la cultura cubana, como Francisco de Arango y Parreño, la Avellaneda, Antonio Bachiller y Morales, José María Heredia, el obispo Morell de Santa Cruz, Plácido (seud. de Gabriel de la Concepción Valdés), Esteban Pichardo, Manuel del Socorro Rodríguez.

Las excelencias y limitaciones de la obra de Pezuela contribuyeron notablemente a la preparación del Diccionario biográfico cubano (1878-1886) de Francisco Calcagno, quien comenzó a trabajar en él -según apunta en el prólogo- en 1859. Inició su publicación parcial en forma de entregas en Nueva York en 1878 y la concluyó en 1886 ya de regreso en La Habana, tras una interrupción de 1878 a 1885. Esta obra, pese a no estar exenta de numerosos errores -explicables dada la magnitud del empeño emprendido por un solo hombre-, ha sido hasta nuestros días el más serio intento en trabajos de su clase realizados en el país, y al igual que el diccionario de Pichardo en el orden lingüístico, resulta fuente obligada de consulta para todos los investigadores de la cultura cubana decimonónica.

Lamentablemente, el diccionario de Calcagno no tuvo continuadores de talla en nuestro siglo, donde si es posible hallar numerosas obras que en forma alfabética relacionan escritores o personalidades relevantes de nuestro ámbito cultural, prácticamente han estado presididas por una concepción mercantilista o, cuando menos, no literaria. Entre ellas se destacan las obras del italiano Adolfo Dollero, Cultura cubana (1916), edición bilingüe con los ojos puestos en la burguesía europea y destinada a «destruir algunas ideas erróneas que aún existen en las esferas sociales de Europa, que podrían dar el contingente de su emigración a Cuba». El libro es, pues, una empresa típicamente comercial y las esquemáticas notas biográficas que sobre las figuras más sobresalientes de nuestra cultura contiene, se caracterizan por su superficialidad y carencia total de rigor crítico. Igual puede decirse de sus otros volúmenes publicados con posterioridad: Cultura cubana (La provincia de Matanzas y su evolución) (1919) y Cultura cubana (La provincia de Pinar del Río y su evolución) (1921).

Con todo, por esta misma época se editó una obra altamente valiosa -sin precedentes en nuestra literatura- y que aguarda aún quien la actualice. Nos referimos al Diccionario cubano de seudónimos (1922) compilado por el destacado bibliógrafo cubano Domingo Figarola-Caneda, obra meritoria, que resulta, también, de consulta imprescindible para todo investigador literario. Cuatro años más tarde, influido por la obra de Figarola-Caneda, Manuel García Garófalo Mesa publicó un brevísimo Diccionario de seudónimos de escritores, poetas y periodistas villaclareños (1926), que dista mucho de la seriedad del trabajo que le sirvió de modelo.

Años más tarde, en ocasión de celebrar la Asociación de Reporters de La Habana sus treinta años de existencia, apareció La prensa en Cuba (1932), de Tomás González Rodríguez, que incluía un «Diccionario biográfico» de periodistas nacidos en Cuba. Las fichas biográficas, que no guardan siquiera un orden alfabético dentro de cada letra, resultan de gran mediocridad.

También como parte del contenido de una obra más amplia, que tuvo el plausible propósito de compendiar en un volumen gran cantidad de información sobre distintos aspectos de nuestra nación, se incluiría en Cuba en la mano (1940), dirigida por Esteban Roldán Ollarte, un índice biográfico de personalidades cubanas, que aunque útil, dado el carácter meramente divulgativo, no erudito, del volumen, quedaba muy a la zaga de lo alcanzado por Calcagno en su diccionario, el cual -como se hace constar en la ficha de este autor- constituyó la fuente básica para las biografías de las figuras del siglo XIX.

De mayor vuelo, aunque el valor biográfico de sus fichas es también reducido y son lamentables las numerosas exclusiones de figuras de importancia para Cuba en el orden cultural, resulta la Enciclopedia popular cubana [1942-1948] que en tres volúmenes publicó Luis J. Bustamante, autor de un mediocre Diccionario biográfico cienfueguero (1931).

En la línea de esta última obra de Luis J. Bustamante que hemos citado, pero con mayor calidad, Próceres de Santiago de Cuba, de Felipe Martínez Arango, constituye un fervoroso tributo a su ciudad natal y resulta una fuente valiosa para el estudioso de nuestra cultura, dado el crecido número de santiagueros ilustres que han dado su aporte a ella y que aparecen relacionados en el libro. Pero las obras de mayor importancia para el investigador las realizaría en la década del 50 Fermín Peraza Sarausa, autor del Diccionario biográfico cubano (1951-1959) -que tanto debe a Calcagno-, en diez tomos, formado por las personalidades fallecidas, y de Personalidades cubanas (1957-1959), en siete, constituido por las que vivían en el momento de su redacción. Ambos fueron editados en mimeógrafo. Al abandonar su autor el país con posterioridad al triunfo de la Revolución y vincular su actividad a grupos contrarrevolucionarios en los Estados Unidos, dejó entre nosotros inconclusa su obra.

También en esa década apareció -auspiciado por el Colegio Nacional de Periodistas y dirigido por Gustavo Parapar y Abelardo A. García-Berry- el Directorio profesional de periodistas de Cuba (1957), con información biográfica sobre los periodistas colegiados, que aunque más completo y cuidadosamente editado que La prensa en Cuba, respondía igualmente a fines comerciales.

Por último, ya después del triunfo de la Revolución, Óscar D. Domech publicó su Diccionario internacional de autores (1965) con carácter meramente divulgativo y con lamentables errores.

Como puede apreciarse, fuera del Diccionario biográfico cubano de Calcagno en el siglo XIX, y de los esfuerzos inconclusos de Peraza en el XX, nuestra patria ha carecido de un verdadero diccionario en que orgánicamente fuera realizado el estudio de su literatura en particular y de su cultura en general. El presente Diccionario de la literatura cubana, en el cual trabajamos los investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística, viene a satisfacer una necesidad que se tornaba perentoria para el estudioso de nuestra literatura, y que tendría que esperar al triunfo de una Revolución para llegar a materializarse.

Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru