REALISMO

Más que una escuela literaria enmarcada en determinado período histórico, el realismo resulta una constante en nuestra literatura y particularmente en su narrativa, en cuyas primeras manifestaciones aparecen elementos realistas que, al coexistir con otros propios del romanticismo, tornan espinosa la clasificación al investigador literario. De este modo, junto a obras como Matanzas y Yumurí (1837), de Ramón de Palma, Antonelli (1839), de José Antonio Echeverría, o los primeros relatos de Cirilo Villaverde -todas de muy marcado sabor romántico»-, encontramos otras en que los elementos realistas van haciéndose sentir. Así, en novelas de indudable filiación romántica como El cólera en la Habana (1838) y Una Pascua en San Marcos (1839), del propio Palma, Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y muy especialmente en Francisco de Anselmo Suárez y Romero -concluida en 1839, pero no publicada hasta 1880-, donde la idílica presentación de los desgraciados amores de Francisco y Dorotea contrasta con las escenas de la penosa vida de los esclavos en los barracones y los castigos inhumanos que les eran infligidos por parte de sus mayorales, descritas con gran crudeza. Esta coexistencia de elementos de ambas normas estéticas -la romántica y la realista-, que tan tempranamente se inicia, caracteriza buena parte de nuestra narrativa decimonónica y perdura hasta los inicios del presente siglo, como se aprecia en las novelas de Álvaro de la Iglesia (Una boda sangrienta; o, El fantasma de San Lázaro, 1900; La bruja de Atarés; o, Los bandidos de la Habana, 1901, etcétera), en las del propio Martín Morúa Delgado (La familia Unzúazu, 1901) con caracteres similares a los de Sofía, (de 1891), introductor entre nosotros del naturalismo francés, o en las de Emilio Barardí (Vía Crucis, 1910-1914; Doña Guiomar, 1916-1917).

Mas, hecha esta observación fundamental, resulta incuestionable que dadas la influencia imperativa de las distintas literaturas, que fue dejándose sentir en nuestro medio, y en especial la coyuntura histórica particular condicionadora de la producción literaria cubana en el siglo XIX, a partir de la segunda mitad de ese siglo la narrativa fue encaminándose cada vez más decididamente por la senda realista, al punto de que sus obras más logradas constituyen en ocasiones verdaderos documentos de valor inapreciable para la comprensión plena del proceso evolutivo del pensamiento político y de las costumbres de nuestro pueblo.

Acontece, pues, que como consecuencia del agudizamiento de las contradicciones en el seno de la sociedad y del paulatino despertar de la conciencia nacional, forjado por Pensadores de la talla de Félix Varela, José de la Luz y Caballero o José Antonio Saco -quienes sin alcanzar a explicarse científicamente la verdadera causa de los males que afligían a Cuba adquirieron conciencia de ellos, los denunciaron en sus escritos y supieron preparar el camino para la acción libertadora de las generaciones venideras-, la actitud de los escritores se hace cada vez más radical y se enfocan día a día con mayor rigor crítico los problemas nacionales. Ejemplo elocuente de la gran repercusión que produjo en la conciencia social la Memoria sobre la vagancia (1832), de José Antonio Saco, lo constituye la novela de José Antonio Betancourt Una feria de la Caridad en 18... — (1856), también ligada a moldes románticos en la que se describe con acierto la sociedad camagüeyana de la época de El Lugareño (seud. de Gaspar Betancourt Cisneros). Esta toma de conciencia de nuestra cubanía, esta indagación en nuestro modo de ser se irá expresando, paralelamente a la narrativa, a través de la obra de los mejores escritores costumbristas (El Lugareño, José Victoriano Betancourt, Luis Victoriano Betancourt, José María Cárdenas y Rodríguez, Francisco de Paula y Gelabert). Ésta encuentra su expresión de conjunto más acabada en las colecciones Los cubanos pintados por sí mismos (1852) y Tipos y costumbres de la Isla de Cuba (1881), ilustradas ambas por Víctor Patricio Landaluce (véase COSTUMBRISMO).

En la narrativa, junto al folletín romántico del corte de las novelas de Eugenio Sue, como Los misterios de La Habana (1879), de Pedroso de Arriaza, va surgiendo una literatura más honda, más cardinalmente enraizada en la problemática nacional, que irá hurgando en nuestra realidad por distintas vías. Así, aunque languideciendo, continúa cultivándose la novela antiesclavista. En 1875 publicará Antonio Zambrana en Chile El negro Francisco, inspirada en la novela de Anselmo Suárez y Romero. Francisco Calcagno escribió Romualdo o uno de tantos (1891), secuestrada por el gobierno español, y Julio Rosas (seud. de Francisco Puig y de la Puente), La campana del ingenio (1883-1884). Son todas ellas novelas de escasa o nula calidad literaria, que nada añaden a lo mucho que habían aportado en esa directriz con anterioridad Suárez y Romero y la Avellaneda. De mucha mayor importancia al resulta la aparición de una novela que con negros tintes y en forma satírica irá desarrollando un tema -el súbito encumbramiento de un personaje por vías inescrupulosas- que constituirá una verdadera denuncia del estado de corrupción social imperante Entre los escritores de cierta importancia a Ramón Piña, con sus novelas Gerónimo el honrado (1857) e Historia de un bribón dichoso (1860), el que inaugura este tema; lo continúa un escritor mejor, Nicolás Heredia, en su primera novela Un hombre de negocios (1883); lo culmina Ramón Meza, autor de una de las novelas más 1ogradas escritas entre nosotros en el siglo XIX: Mi tío el empleado (1887).

Pero la obra que sintetizaría las corrientes principales de nuestra novelística del siglo XIX y vendría a darnos una visión totalizadora de la sociedad reflejada en ella (1812-1831), es Cecilia Valdés (1882), de Cirilo Villaverde, quien resulta el autor que mejor ejemplifica en su obra la conjunción de elementos románticos y realistas que hemos dejado señalada. Esta unión de elementos se observa en novelas como La joven de la flecha de oro (1841), El guajiro (1842), La peineta calada (1843), Dos amores (1843), El penitente (1844), La tejedora de sombreros de yarey (1844-1845) y sobre todo Cecilia Valdés, verdadero centro de su obra novelística, que pese a toda la suerte de reparos imputables es el más realista tableau de la sociedad decimonónica cubana que nos haya sido legado por nuestras letras.

Con Amistad funesta (1885), de José Martí, hace su aparición el modernismo en la novela de habla hispana. Seis años más tarde lo hará el naturalismo entre nosotros con Sofía, de Martín Morúa Delgado. A lo largo del siglo XX se irán sucediendo los distintos «ismos» literarios, pero el carácter realista de nuestra narrativa permanece como una constante, aunque no han faltado incursiones en el campo de la literatura puramente imaginativa, por lo general desasida de su circunstancia social, como es el caso de la cuentística de Arístides Fernández, de los narradores del Grupo Orígenes, de los cultivadores de la llamada «ficción científica», ya en el período revolucionario. En nuestros días ha teorizado en defensa del realismo el más importante de los narradores cubanos contemporáneos, Alejo Carpentier, quien en el prólogo de su novela El reino de este mundo (1949) opone al llamado «realismo mágico» su concepción de lo «real maravilloso». La casi totalidad de los creadores, entre los cuales se cuentan aquellos que pertenecen a los más jóvenes promociones de escritores, producen obras de filiación decididamente realista y no desdeñan la ganancias aportadas por el desarrollo evolutivo de los distintos géneros en el presente siglo el ensanchamiento de la concepción del realismo.

Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

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