ROMANTICISMO

El romanticismo surge en Alemania a fines del siglo XVIII. Su aparición la corrobora un texto de Friedrich Schlegel publicado en la revista Athenaeum en 1798. En dicho trabajo definía la poesía romántica como una poesía universal progresiva en franco contraste con los cánones de la poesía antigua. Schlegel destacaba como carácter propio de la misma «el estar siempre en evolución, en no poder nunca quedar completada». En el citado año -con la salida de las Baladas líricas, de Wordsworth y Coleridge- también se detectan en Inglaterra síntomas inequívocos de la existencia de un movimiento renovador. La segunda edición del referido libro data de 1800, y lleva un prólogo de Wordsworth mediante el cual se confirmaba el «alado anuncio de una revolución poética» dirigida «a dar calor de realidad a lo sobrenatural por la verdad de las emociones expresadas» y, por otra parte, «a revelar el misterio escondido en las cosas más humildes de cada día».

Alemania fue, pues, el centro irradiador del romanticismo. Desde allí se difundió a Francia e Italia. En el primero de estos países alcanzó gran desarrollo y se convirtió a su vez en un extraordinario movimiento de influencia universal. Fue Mme. Staël, con su libro titulado De Alemania, escrito en 1810, quien libró la primera batalla del romanticismo en Francia. Como se sabe, esta obra fue sacada de imprenta y mandada destruir por órdenes de Napoleón, pero llegó a imprimirse en Londres tres años después. En su libro, Mme. Staël daba a conocer los avances espirituales de la literatura alemana y alertaba a los creadores franceses del peligro que constituía seguir apegados a los modelos clásicos del siglo XVII. Esto mismo hizo en un artículo dirigido a los escritores y artistas italianos, y consiguió sus propósitos al afirmarse el romanticismo en aquel país hacia 1816. No obstante, el romanticismo francés patentiza toda su fuerza y coherencia cuando Víctor Hugo estrena su pieza teatral Hernani el 25 de febrero de 1830. Por otra parte, el movimiento da sus primeros pasos en España hacia el año antes mencionado. Quiere decir esto que el romanticismo se presenta allí con evidente retraso, a pesar de tener España una hermosa tradición épica medieval y de ser como país una de las fuentes de inspiración de los románticos franceses.

En América, como es lógico suponer, el fenómeno se presenta aún más tardíamente (debe tenerse en cuenta su sujeción cultural, política y económica a la Metrópoli). No es extraño, pues, que en nuestros primeros románticos se haga difícil separar los elementos neoclásicos de los elementos propios de la naciente escuela. Además, el surgimiento del romanticismo en el continente americano coincide en no pocos países con sus guerras de emancipación, lo que contribuye a darle en ocasiones una tónica peculiar; sobre todo hacia sus postrimerías, cuando crece su voluntad de afirmación autóctona. De ahí que proliferen tantas corrientes nativistas dentro del romanticismo americano.

Como se sabe, Cuba fue uno de los últimos países en lograr su emancipación de España. El hecho implica una dependencia más acusada a los patrones españoles. El aislamiento cultural producto de esa vinculación casi exclusiva a la península, debe tenerse como una desventaja en relación con el desarrollo, experimentado por el romanticismo en otros países del continente. Carentes de una verdadera cultura aborigen -como las asentadas en México y Perú, por ejemplo- y, por supuesto, de una tradición épica, el romanticismo cubano comienza a desenvolverse en un contexto histórico donde se advierten aquí y allá fermentos de aspiraciones nacionales. Tales características no son exclusivamente nuestras, pero lo que importa aquí es resaltar la diferencia cronológica de nuestro avance histórico con referencia a los países americanos de más temprana emancipación.

No pocos estudiosos están de acuerdo en que el romanticismo hizo su irrupción en América a través de la lírica. Uno de ellos sitúa el hecho inaugural en 1832 con el poema «Elvira o La novia del Plata», del argentino Esteban Echeverría. Siempre resulta arriesgado asegurar a un poema tal primacía con carácter general, pues a la postre su significación no sería posible dentro del romanticismo sin que lo precediera toda una masa de inquietudes artísticas y espirituales. Echeverría nadó en 1805, dos años después que José María Heredía. Con la ventaja de haber vivido en París de 1825 a 1830.

Sin entrar a analizar las proyecciones ideológicas del romanticismo, vale señalar que en Cuba se identifica desde el principio -con las naturales excepciones- con los afanes patrióticos más puros y, cuando no, con las posiciones de carácter liberal. Es la actitud propia de la colonia ante la Metrópoli, tan explicable -mutatis mutandis- como la reacción de los románticos españoles frente a la ocupación napoleónica. Por razones de esta índole, el primer romanticismo cubano vuelve su mirada amorosa hacia la naturaleza de la patria y logra su espiritualización. Si en el orden político no existía aún una fisonomía nacional, la naturaleza -como vibración del alma- remedia en parte las ansias de poseerla. A José María Heredia corresponde tan singular empresa. Dotado de incomparables dones poéticos, es por temperamento un romántico. Su ubicación, pues, no responde fundamentalmente a consecuencias epocales sino temperamentales. Tal vez eso explique por qué, a pesar de que gran parte de sus influencias provienen del neoclasicismo español, no es un neoclásico y se halla más allí del prerromanticismo. El romanticismo europeo opone naturaleza a sociedad. En Cuba no predomina esa actitud, sino de la manera que dejamos expuesta anteriormente.

Si aceptamos que Heredia es un romántico por temperamento, debe admitirse que es uno de los iniciadores del movimiento en América. Autor precoz, sus principales textos ya estaban escritos cuando Esteban Echeverría publica su poema «Elvira o La novia del Plata». Recuérdese que la primera edición de las Poesías de Heredia ocurre en Nueva York en 1825. A 1819 corresponden algunos de sus poemas de más acusado romanticismo.

En Cuba se supera el neoclasicismo sin que se produzca una lucha frontal de escuelas. De ahí que veamos coincidir en las tertulias de Domingo del Monte a figuras de diversas posiciones estéticas. Esa tertulia, que duró aproximadamente desde 1834 hasta 1843, año este último en que Del Monte abandonó el país, fue el más importante núcleo de actividad intelectual de aquellos días. «Raro fue el escritor o poeta de esa generación -apunta Max Henríquez Ureña en su Panorama histórico de la literatura cubana que no recibió orientación y estímulo de Del Monte, condiscípulo y amigo entrañable de José María Heredia, cuyo talento fue el primero en proclamar; y a su influjo fecundo hubieron de desarrollar su personalidad literaria José Antonio Echeverría, José Jacinto Milanés, Ramón de Palma y muchos más.» Es de señalar la presencia en La Habana, entre 1833 y 1835, del escritor italiano Pablo Veglia, gran animador de la cultura y ardiente defensor del romanticismo, que contribuyó a difundir la estética de la nueva escuela entre los escritores de La Habana. Las reuniones delmontinas contaron con la asistencia de novelistas como Cirilo Villaverde y Anselmo Suárez y Romero; de costumbristas como José María de Cárdenas y José Victoriano Betancourt; de profesores de filosofía como Manuel González del Valle y el presbítero Francisco Ruiz; de hombres de ciencia aficionados a las letras, como Felipe Poey; de publicistas y polígrafos como el Conde de Pozos Dulces, Ramón Zambrana, José Silverio Jorrín y Gaspar Betancourt Cisneros; de jurisconsultos como José Antonio Cintra, Leonardo Santos Suárez y Anacleto Bermúdez; de poetas como José Jacinto Milanés y su hermano Federico, Plácido (seud. de Gabriel de la Concepción Valdés) y Juan Francisco Manzano, poeta esclavo cuya libertad fue obtenida mediante suscripción realizada por los concurrentes a dicha tertulia.

Por otra parte -con relación a esa coexistencia de la cual hablamos anteriormente-, no ha de extrañarnos, pues, que un Plácido, sentimental, espontáneo, despreocupado y de pocas letras, acepte la rectoría literaria de Ignacio Valdés Machuca (seud. Desval), esencialmente neoclásico. No se producen aquí batallas entre bandos literarios bien definidos, como sucedió en Francia. En general, los literatos cubanos de mayor calidad mantenían posiciones liberales o -con mayor o menor alcance- aspiraciones independentistas.

Junto a Heredia, en lo que ha dado en denominarse primer romanticismo poético, figuran Plácido, José Jacinto Milanés y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Son las cuatro figuras poéticas descollantes que llenan de manera absoluta aquel momento. Es la poesía el género que prácticamente define la literatura cubana, y muy especialmente el período que nos ocupa, pues la novela en Cuba nace dentro del romanticismo, lo que implica un punto de arranque y no una línea de más avanzada continuidad. La poesía, por causa de sus posibilidades expresivas y de extensión, juega con mayor o menor facilidad su papel en aquel momento de censura y persecución contra las ideas revolucionarias, en tanto que algunas novelas claves del romanticismo cubano necesitaron largos períodos de elaboración y vinieron a ser publicadas a fines del tercer cuarto del siglo. Téngase presente el caso de Francisco, de Anselmo Suárez y Romero, que no vio la luz hasta 1880 en Nueva York a pesar de haber sido conocida y comentada en las tertulias de Del Monte hacia 1839, cuando la concluyó. Algo similar ocurrió con Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, comenzada en el 39 y terminada en el 79, y que no se publicó completa hasta 1882. Petrona y Rosalía, de Félix Tanco, apareció en 1925 no obstante haber sido escrita en 1838. Mención especial requiere Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, impresa en 1841 con anticipación evidente de diez años sobre La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe.

Una rápida ojeada a las novelas mencionadas nos dirá que la novelística cubana del romanticismo asume también características peculiares: es hija legítima de la literatura de costumbres, para decirlo con palabras de Max Henríquez Ureña. Pero el costumbrismo no es patrimonio de la novela, sino una corriente que se vale también del cuento, el artículo o de las páginas volanderas para abordar la inmediatez, casi siempre con sentido crítico (ver COSTUMBRISMO). No es ocioso reiterar que dentro del romanticismo cubano -y como consecuencia de una orientación de amplitud hispanoamericana- se desarrollaron las vertientes nativistas (ver CRIOLLISMO y SIBONEYISMO).

El segundo romanticismo poético lo representan en Cuba cuatro figuras principales, que, situadas cronológicamente, son las siguientes, Rafael María de Mendive, Joaquín Lorenzo Luaces, Juan Clemente Zenca y Luisa Pérez de Zambrana. Ellos han sido señalados como los restauradores del «buen gusto» en la poesía cubana de mediados del siglo XIX, en buena parte dominada por el prosaísmo, la vulgaridad y el facilismo. El primero no se caracteriza por un alto vuelo lírico, pero en cambio es un poeta, correcto, elegante y musical. Poeta discreto, fue en cambio un espléndido traductor. Sus versiones de las Melodías irlandesas, de Tomas Moore, y de algunas composiciones de Víctor Hugo, le valieron justos elogios. Por su parte, Joaquín Lorenzo Luaces presenta una obra más variada y robusta que el anterior, pero esto contribuye a hacerla más desigual y menos ceñida. Luaces cultivó el teatro sin una orientación precisa. El mendigo rojo (1859) es un drama de subido sabor romántico, en tanto que Aristodemo (1867) es una tragedia de acusado corte clásico. En poesía estuvo afiliado, entre otras corrientes de nuestro romanticismo, al criollismo y el siboyenismo, no sin antes haberse inclinado por la poesía moralizante. Algunos de sus mejores textos poéticos podemos hallarlos cuando canta a la libertad, por ejemplo «La caída de Misolonghi» (1856) y la «Oración de Matatías» (1865), de encubiertas alusiones a Cuba. Sus sonetos, sobre todo «La muerte de la bacante» (1853) y «La salida del cafetal» (1855), se anticipan al parnasianismo en cuanto a realización.

Tanto Luaces como Mendive reaccionaron contra el mal gusto predicando con el ejemplo, pero nunca en lucha abierta contra los responsables del descenso poético que se registraba a mediados del siglo XIX. De más está decir que Luaces era amigo íntimo de José Fornaris, máxima figura del siboneyismo, junto al cual fundó la revista La Piragua; y que éste -de amplia aceptación popular, pero duramente atacado por la crítica estaba muy por encima, como poeta, pese a su desaliño, de Felipe López de Briñas, José Gonzalo Roldán y Francisco Javier Blanchié, que se contaban entre los más cercanos amigos de Mendive.

Un lugar significativo le corresponde a Juan Clemente Zenea en aquel momento. Poseedor de una excepcional sensibilidad poética, se inscribe en el romanticismo por temperamento. La melancolía, la ternura y el desencanto se conjugaban en él para resumir un romanticismo sosegado, sin estridencias ni desaliños formales. Su filiación inequívoca la refuerza la influencia dominante de Alfredo de Musset en su obra. En 1858 se publica en Estados Unidos una antología poética titulada El laúd del desterrado, en la cual se incluían «diversas composiciones de alcance político y factura romántica, inspiradas en el ideal separatista». Zenea es allí, de los poetas vivos antologados, el de mayor importancia.

La representación femenina de nuestro segundo romanticismo recae en Luisa Pérez de Zambrana. Su primer libro comenzó a circular en la primavera de 1857, pero ya sus poemas andaban en las páginas de algunas publicaciones orientales y de otras provincias en años anteriores. Su vocación poética nace de una profunda necesidad humana ajena a la literatura, de ahí que se observe en su trayectoria una fidelidad casi absoluta a su modo de sentir. Su hermana, Julia Pérez y Montes de Oca, ocupa también un lugar destacado en la poesía cubana, Luisa, después de haber casado con Ramón Zambrana, se trasladó a la capital e hizo vida literaria. Ella y su hermana, como también Zenea, participan en las reuniones literarias que se efectuaban en casa de Nicolás Azcárate. Esta tertulia alcanzó bastante resonancia al publicarse en dos tomos las Noches literarias (1866), donde se recogían los textos allí leídos y comentados. Estas reuniones llegaron a ser para el segundo romanticismo, aunque con mucho menos relieve y trascendencia, lo que las de Domingo del Monte para el primer romanticismo cubano (ver TERTULIAS).

En el marco general del romanticismo, juegan una inestimable función las colecciones poéticas nacidas al calor de los sentimientos patrióticos. Con anterioridad aludimos a la denominada El laúd del desterrado; ahora no está de más recordar aquella pequeña colección que prologara José Martí, titulada Los poetas de la guerra (1893). Tal vez, de los nombres incluidos sólo merezca alguna atención el zorrillesco José Joaquín Palma. Sin embargo, lo verdaderamente importante y lo que obliga a disminuir las exigencias estéticas, es la posición patriótica del grupo que la integra. Son ellos los poetas de la guerra del 68.

Arpas amigas (1879) se intitula otra colección que es preciso tener presente. De tónica distinta a la anterior, su importancia consiste -se ha dicho- en haber agrupado, tras la guerra del 68, los poetas de más significación y que representaban una nueva modalidad del romanticismo, más reflexiva y cercana al realismo. Entre los integrantes de dicha colección se destacan los hermanos Francisco y Antonio Sellén, Diego Vicente Tejera y el también pensador Enrique José Varona.

Teniendo en cuenta la amplitud de las proyecciones del romanticismo, se hace difícil llegar a una definición satisfactoria, incluso circunscrita a Cuba, donde el movimiento asume características peculiares, aunque de menor alcance y complejidad que en la mayoría de los países europeos. Nuestros románticos no podían idealizar el medioevo porque, aparte de carecer el país de una tradición cultural al respecto, se imponía el impacto de las desigualdades y desventajas sociales propias de su condición de cubanos. La exaltación del «yo», en líneas generales y tal como se observa en el romanticismo «ortodoxo», no llega a la hipertrofia entre nosotros. La razón es sencilla: los sentimientos patrióticos venían a ser un freno en tal sentido. En esencia, y por naturaleza, dichos sentimientos implican el amor al prójimo y afirman la importancia del ser colectivo. Así pues, el mito de la superioridad del creador sobre el agregado social tampoco logra establecerse aquí como una característica dominante. No podría decirse lo mismo del triunfo del amor como ideal, que se presenta entre nosotros vinculado casi siempre al sentimiento de la patria y del destierro. De ahí que ocupe tan vasta zona la mujer y el amor en la sensibilidad de aquel momento. En Cuba el romanticismo casi siempre afirma la vida en lugar de exaltar la muerte, y esto sucede porque la exaltación patriótica es uno de los rasgos fundamentales que lo caracterizan.

BIBLIOGRAFÍA Aguirre, Mirta. El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo. La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1973. | Carilla, Emilio. El romanticismo en la América Hispánica. 2a. ed. rev. y ampliada. Madrid, Editorial Gredos [1967]. 2 v. | Cruz-Luis, Adolfo. «¿Sí o no al siglo XIX?», en Juventud Rebelde. La Habana, :2, abr. 30, 1974. | González, Manuel Pedro. José María Heredia, primogénito del romanticismo hispánico. Ensayo de rectificación histórica. México, El Colegio de México [1955]. | Lazo, Raimundo. El romanticismo. Fijación sicológico-social de su concepto. Lo romántico en la lírica hispano-americana (del siglo XVI a 1970). México, D. F., Editorial Porrúa, 1971. | Peers, Edgar Allison. Historia del movimiento romántico español. Versión española de José Ma. Gimeno. 2a. ed. Madrid, Editorial Gredos [1967]. | Piñeyro, Enrique. El romanticismo en España. París, Garnier Hermanos [s.a].

Recurso: Diccionario de la Literatura Cubana on Buho.Guru

Mira otros diccionarios

  1. romanticismo — s m 1 Movimiento cultural surgido en Alemania e Inglaterra a finales del siglo XVIII y después difundido al resto de Europa y a América durante la primera mitad del siglo XIX. Diccionario del español usual en México
  2. romanticismo — m. Escuela literaria de la primera mitad del siglo XIX. Diccionario del castellano
  3. ROMANTICISMO — Movimiento literario que en el Paraguay reconoce tres etapas concretamente definidas --según el profesor Raúl Amaral en su libro El romanticismo paraguayo (Asunción, Alcándara, 1985; Premio Nacional de Literatura La República... Diccionario de la literatura Paraguaya
  4. romanticismo — Movimiento literario de finales del S. XVIII, que es expresión del individualismo y liberalismo. Se caracteriza por exaltar todo lo subjetivo en general y en particular los sentimientos. El poeta Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-1870) es uno de sus principales representantes. Diccionario literario
  5. romanticismo — 1. m. Movimiento literario, artístico e ideológico de la primera mitad del siglo xix, en que prevalece la imaginación y la sensibilidad sobre la razón y el examen crítico. Diccionario de la lengua española